07 julio 2009

Gonzalo Naya: "La noche anterior casi no pude dormir"

Hoy Gonzalo Naya, periodista de Ràdio 9, con el gusanillo de nuevo por el cuerpo gracias a su hermano. Gonzalo dice: "Empezó el muro. Y la gente dejó de hablar. Ni una palabra. Solo respiraciones y bufidos. Cada uno a su ritmo poniendo todo el desarrollo. Algunos, los menos, echando pie a tierra. Otros, ¡subiendo en tandem!".


La vida es un reto. Diario y continuo. Y difícil. Supongo que a todos nos gustaría llegar a los 80 años, echar la vista atrás, sonreír y poder decir: “He sido feliz, y he hecho feliz a los míos”. Pero la vida esta llena de otros muchos retos. Pequeños o grandes según se mire. Y la Quebrantahuesos es uno de ellos. Para todo amante del cicloturismo Sabiñánigo es un lugar de peregrinación. Como Santiago de Compostela en el Camino. Hay que acudir al menos una vez para medir tus fuerzas. Y de allí cada uno sale con una experiencia, con una vivencia y con unas sensaciones. Sé que otros ya las han contado, pero yo siento la necesidad de expresarme.
Y esta es mi historia.



La primera vez que oí hablar de la Quebrantahuesos fue hace dos años. Fue mi hermano Rafa, quien participó en la edición del 2007 con su amigo Pepe. Los dos de la Peña Ciclista El Cantones de Godella. Vinieron maravillados. Contando la dureza de la prueba, el ambiente de ciclismo, y la superación de cada puerto. Intentaban contagiar de su ilusión a quien se dejaba. Y yo me dejé.

Por aquel entonces había recuperado la afición por el ciclismo después de 10 años de pausa. Tenía un “hierro recién estrenado” (aquella pesada bicicleta sólo había pasado por 4 manos, al menos conocidas). Escuchando a mi hermano soñé con hacer algún día la QH.

Con más calma, con cambios en la vida (y en la bicicleta), y con más kilómetros en las piernas, este 2009 era la primera oportunidad. El proceso de inscripción lo puso complicado pero hubo suerte. A pesar de la angustia de tener que esperar a la tercera ocasión, un 5 de marzo ya supe que estaría en la QH. A partir de ahí, ya sabéis: los entrenamientos, las palizas en solitario, los madrugones, el pensar si vale la pena, la satisfacción de ver que cada vez vas más rápido y subes mejor… también la mala conciencia por quitarle horas a tu pareja, a tus amigos y a tu familia.

Y las dudas de última hora. Que te hacen coger la bicicleta el miércoles, sólo 3 días antes de la cita para subir “La Frontera” (un puerto muy duro en Valencia), para ver si llegas bien de forma de cara al temible Marie Blanque. Porque por mucho que hayas entrenado, siempre te parece poco. Y yo con mis 3.000 kilómetros justos, y con un 39 x 28, lo único que quería era no echar pie a tierra.

Con esas dudas, (y la obsesión por un leve sonido en la rueda de atrás) iniciamos camino a Sabiñánigo. Viernes por la mañana a las 11.30 h. Iba a debutar de la mano de mi hermano Rafa y de Pepe. Ellos con el objetivo de bajar sus tiempos (07:39 y 08:20), y yo con el ánimo de acabar. En el coche sólo se habla de bicicletas. Bueno, en el coche, y en la recogida de los dorsales, y en el hotel y en la cena (pasta, por supuesto). Podría resultar pesado, pero ese día sólo tenemos una cosa en la cabeza. Y todo consejo se agradece.



La noche anterior casi no pude dormir. Apenas 3 horas. Los más experimentados lo llevarán mejor, supongo. Pero yo estaba inquieto. Y de nuevo surgían las dudas. Y la tensión acumulada de las horas previas. Del ambiente de la feria de ciclismo, de la cena en Jaca, de ver bicis y más bicis, tanta gente depilada y en forma. Con ese poco descanso a la 05:00 en pie. A desayunar rápido y camino a la salida. Que de Canfranc Estación a Sabiñánigo había un trecho.

La salida impresiona. Por la multitud. Y por los sonidos. Y por ver que hay tanta gente con esa pasión por la bici como para sufrir de forma voluntaria el tercer sábado de junio. Los nervios se esfuman con el cohete de la salida. Y empieza la tensión. Por seguir la rueda buena, por no perder de vista a tus compañeros (aunque Rafa y Pepe me dejaron antes del primer kilómetro). Y sobre todo por evitar las caídas que te pueden fastidiar todo el año de entrenamiento. Como a Rafa Mora, buen amigo y buen ciclista. Cayó en una montonera pasando Jaca. Dos puntos entre el dedo meñique y el anular. A pesar del dolor acabó la prueba. Con un par. No pudo mejorar su tiempo, pero acabó. Ahora dice que no volverá a la QH. Espero que se lo piense. Intentaré convencerlo igual que él me animó para que hiciera la QH y no la Treparriscos.



El viento en contra hizo más difícil el inicio. Todos buscando refugio y guardando fuerzas en la subida al Somport. Soplaba cada vez más fuerte a medida que cogíamos altura y nos encajonábamos entre las montañas. El viento dejó paso a las nubes y en el avituallamiento de Candanchú ya estábamos rodeados de niebla. De ahí a la cima no queda nada. Entre los ánimos de la gente y verte dentro de la nube, sientes la épica de las etapas grandes.

Pero la épica dio paso al frío. Y al miedo. La bajada del Somport fue dantesca. Entre la niebla, sin visibilidad y con el suelo mojado. Y con frío. Mucho frío. 9 grados llegó a registrar el cuentakilómetros. Creo que el cuerpo marcó algunos menos. En ese momento lo único que quieres es que se acabe el descenso. Y llegas a comprender que Valverde perdiera la Vuelta a España por coger una chaquetilla. Creo que hubiera hecho lo mismo. Aún había quien tenía humor, y cuando le ofrecían periódicos en el alto de Somport decía: “déjalo, déjalo que no tengo tiempo de leer en la bajada”.

Nunca había temblado tanto encima de la bicicleta. Ni me habían castañeado los dientes esa manera. Y eso que llevaba paravientos y manguitos. No como otros que iban a pelo. Como un chaval que iba sin mangas y sin camiseta interior. Ahora, era del terreno, de Jaca. Y estaba habituado. Con él estuve hablando hasta empezar el Marie Blanque. Los dos novatos. Y los dos con respeto, por no decir miedo.



Después de una parada obligada en boxes para aligerar peso empezó el muro. Y la gente dejó de hablar. Ni una palabra. Solo respiraciones y bufidos. Cada uno a su ritmo poniendo todo el desarrollo. Algunos, los menos, echando pie a tierra. Otros, ¡subiendo en tandem! Los músculos se resentían, rígidos por el frío. Y por la tensión de saber que eran 4 kilómetros al 10%. La baja temperatura en este caso ayudó. Con calor hubiera sido peor. Eso cuentan los que estuvieron el año pasado.

Avanzando poco a poco, y con los mensajes de ánimo de Cristina en el móvil, llegué a la cima. Puede sonar presuntuoso pero fue más fácil de lo que pensaba. O estaba mejor preparado de lo que creía o le tenía demasiado miedo al Marie Blanque. Al final el 39 x 28 fue suficiente. También me ayudó el cuentakilómetros. Le falló el altímetro en el tramo final. Y dejé de obsesionarme por el desnivel que subía.

Arriba nueva parada. Esta vez más larga. “Cuando llegues a la cima del Marie Blanque, para, come y estira” me dijo mi hermano que a esas alturas ya estaria coronando el Portalet. Y eso hice. 15 minutos de relax y para abajo. Con mucha precaución, porque la bajada seguía peligrosa. Y hubo muchas caídas que te ponían en alerta. Y los pelos de punta. No vale la pena jugarse la vida por ganar 5 minutos. No nos pagan por ello. Y aunque nos pagaran.

Tampoco nos pagan por subir sufriendo como en el Portalet. Y cómo sufrimos. Porque se hace eterno. Es de los que en la tele y en los papeles se ve muy fácil. Pero allí con más de 100 kilómetros en las piernas cuesta. Me lo tomé con calma, en compañía de dos vascos. Dos de los miles que había. Eso es afición. Sobre la bici y en la cuneta, donde también había miles de vascos que te animaban en el final del Portalet después del avituallamiento, y después de haber pasado el punto más crítico antes de la presa. Aupa!

El Portalet es el que realmente decide en la QH. Si quieres hacer tiempo es donde hay que apretar y hacer las diferencias. Pero solo si tienes fuerzas. De lo contrario en la segunda parte te pasa factura si has tirado demasiado de desarrollo. Si no tienes obsesión con el tiempo vale la pena subir ligero de piernas. Despacio. A buen ritmo. Y mirando el paisaje. Rodeado de vegetación al inicio. Acompasando la respiración y el pedaleo con el sonido del agua y las cascadas a los lados. Con el valle más abierto al final. Los picos de las montañas aún con nieve. Y las vacas y las ovejas de compañía comiendo hierba y ajenas a tu sufrimiento.



Cuando llegas a la cima del Portalet ya sabes que acabarás la prueba. Solo quedan 50 kilómetros. Casi todos de bajada. Aunque a veces no se pueda disfrutar por la masiva presencia de coches. Entiendes que son parte de los que han subido a animar y se les disculpa. Pero si no estuvieran... De los coches te deshaces al girar hacia la Hoz. La última trampa. Y el último esfuerzo. O el penúltimo porque en ese kilómetro hay que darlo todo, poner buena cara para las fotos, y guardar un gramo de fuerza para la bajada final.

Otra vez con viento en contra. Intentado coger una grupeta que te lleve, que te proteja. Y el último susto. A falta de 10 kilómetros delante de mí uno hizo el afilador (dos ciclistas se tocaron las ruedas) y casi nos vamos todos a tierra. Lo pudimos esquivar y afortunadamente nadie cayó al suelo. Pero levantamos el pie. Mejor llegar, que ganar 2 minutos.

Y se llega, con la emoción de ver de lejos el movimiento en el polígono, la música y la meta. Esa recta final en que sabes que se acaba todo. Son 300 metros para saborear la victoria, el esfuerzo y la recompensa. Para acordarte de cada uno de los mensajes de Cristina, de su ánimo desde la distancia y de la carta del último día. También de tu familia y de los amigos que se interesan por ti.

Cruzas la meta y sabes que has superado otro reto. Otra muesca más en tu vida. Como el Camino de Santiago, o como el descenso del Sella. Retos que no olvidarás por lo que has visto y por lo que has sentido.

En la meta compartes la alegría con tu hermano Rafa y con Pepe. Los dos han bajado su tiempo (07.28 y 08.09) y yo la he acabado. Al final 09 horas 32 minutos. Y la sensación de que puedo hacerlo mejor. Si paro menos, si no me reservo tanto, si sufro más en el Portalet. Sé que puedo bajar de 9 horas. Incluso sé que yendo más fuerte podía haberme acercado a 08:30. Pero bien mirado, sé que puedo hacerla. Y punto. Que ya es bastante.

Mañana, Luis Vives-Ferrándiz, de la Naranja Mecánica.

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