DECÁLOGO Y FRATERNIDAD
Hace 4 semanas
Reflexiones, viajes, visitas a todo tipo de lugares y, en sí, batallitas varias de un amante del deporte y de todo el mundo que desea disfrutar de lo que nos da la Tierra.
 A las 09.58 salta el Gordo: 58.268. Orejas tiesas. Al minuto, la radio cierra el cerco sobre el premio: Grañén, pueblo de Huesca, ladra el altavoz. María busca en internet, teclea y exclama: "¡Lo tengo!". El cámara embraga, pone primera y espera la orden. "Dirección Huesca", dice la productora. Manu hace chirriar las ruedas, y la furgoneta, detrás, les sigue sin ceder un metro. "A-23 y en Almudévar dirección Tardienta, Almuniente y Grañén. En una hora estamos allí", informa María.
A las 09.58 salta el Gordo: 58.268. Orejas tiesas. Al minuto, la radio cierra el cerco sobre el premio: Grañén, pueblo de Huesca, ladra el altavoz. María busca en internet, teclea y exclama: "¡Lo tengo!". El cámara embraga, pone primera y espera la orden. "Dirección Huesca", dice la productora. Manu hace chirriar las ruedas, y la furgoneta, detrás, les sigue sin ceder un metro. "A-23 y en Almudévar dirección Tardienta, Almuniente y Grañén. En una hora estamos allí", informa María. En Grañén, el pueblo está revolucionado. Las calles están repletas de gente que deambula con cara de extrema ilusión. A quien no le ha tocado el gordo tiene un familiar cercano que lleva una participación. La periodista mira con atención y capta el ambiente, mientras el equipo técnico lo prepara todo. Manu tiene la cámara lista, esperando la señal de producción, mientras María le dice a Eva que el pelo, oye, te tapa la cara. Desde los estudios centrales reciben el grito de prevenidos, y allá que se lanzan en tensión a sus puestos. Micro en mano, Eva cambia el rostro impasible por una sonrisa de oreja a oreja, y María caza a Antonio, el de la charcutería, que tiene un décimo en la mano y no para de llorar. Son 400.000 euros que pasea como si nada por la calle.
En Grañén, el pueblo está revolucionado. Las calles están repletas de gente que deambula con cara de extrema ilusión. A quien no le ha tocado el gordo tiene un familiar cercano que lleva una participación. La periodista mira con atención y capta el ambiente, mientras el equipo técnico lo prepara todo. Manu tiene la cámara lista, esperando la señal de producción, mientras María le dice a Eva que el pelo, oye, te tapa la cara. Desde los estudios centrales reciben el grito de prevenidos, y allá que se lanzan en tensión a sus puestos. Micro en mano, Eva cambia el rostro impasible por una sonrisa de oreja a oreja, y María caza a Antonio, el de la charcutería, que tiene un décimo en la mano y no para de llorar. Son 400.000 euros que pasea como si nada por la calle. Empapada y pegajosa por el champán que le ha llovido, Eva ya no sonríe. María intenta poner calma y todos vuelven a la furgoneta y al coche. Unas señoras se acercan a la periodista para disculparse y limpiarla, y el estropicio se arregla más mal que bien, pero Eva estará lista para las siguientes conexiones, casi idénticas en locura.
Empapada y pegajosa por el champán que le ha llovido, Eva ya no sonríe. María intenta poner calma y todos vuelven a la furgoneta y al coche. Unas señoras se acercan a la periodista para disculparse y limpiarla, y el estropicio se arregla más mal que bien, pero Eva estará lista para las siguientes conexiones, casi idénticas en locura. 


 diariodeunalemol.com
diariodeunalemol.com Pienso un momento. Algo me dice que en la del centro esto va a ser más efectivo, me digo. Atraído por la curiosidad y, no lo niego, por hacer la gestión lo más rápida posible, salgo de allí, cojo la bici, me pego el paseo agradable hacia el Antic Regne y encuentro la oficina. Puerta de cristal ahumado, señorona ella, trabajador en la mesa de la entrada que, sin buenos días ni sonrisa pero con educación, aprieta una tecla que acciona un número que es tu turno. Pasas dentro y unas veinte sillas encaradas a un cartel automático que indica "número 101, mesa 2", y yo tengo el 110. Hay gente, dos monjas, un tío que ojea el Jueves, una pareja joven, dos sudamericanos aburguesados, tres o cuatro jubilados y un hombre que huele a cerveza, pero como hay más de diez mesas de atención al cliente aquello fluye que hay que estar al quite. Enseguida, "número 110, mesa 6". Me atiende una sonrisa en una chica preciosa, pelo recogido y una imperceptible capa de maquillaje. Sus manos teclean con cariño. Salgo de allí en dos minutos con la sensación de que me dejo algo. ¿Su número de teléfono?
Pienso un momento. Algo me dice que en la del centro esto va a ser más efectivo, me digo. Atraído por la curiosidad y, no lo niego, por hacer la gestión lo más rápida posible, salgo de allí, cojo la bici, me pego el paseo agradable hacia el Antic Regne y encuentro la oficina. Puerta de cristal ahumado, señorona ella, trabajador en la mesa de la entrada que, sin buenos días ni sonrisa pero con educación, aprieta una tecla que acciona un número que es tu turno. Pasas dentro y unas veinte sillas encaradas a un cartel automático que indica "número 101, mesa 2", y yo tengo el 110. Hay gente, dos monjas, un tío que ojea el Jueves, una pareja joven, dos sudamericanos aburguesados, tres o cuatro jubilados y un hombre que huele a cerveza, pero como hay más de diez mesas de atención al cliente aquello fluye que hay que estar al quite. Enseguida, "número 110, mesa 6". Me atiende una sonrisa en una chica preciosa, pelo recogido y una imperceptible capa de maquillaje. Sus manos teclean con cariño. Salgo de allí en dos minutos con la sensación de que me dejo algo. ¿Su número de teléfono?
 Voy al banco, espero en el puesto de atención personal y el menda que me da la mano y me hace sentarme muy educadamente pone su mejor sonrisa. Estoy tranquilo pero sé que me voy a ir calentando, así es que me insisto en lo de la calma, no vaya a ser que le mente a la madre del cordero.
Voy al banco, espero en el puesto de atención personal y el menda que me da la mano y me hace sentarme muy educadamente pone su mejor sonrisa. Estoy tranquilo pero sé que me voy a ir calentando, así es que me insisto en lo de la calma, no vaya a ser que le mente a la madre del cordero.
 Pero de todo esto, de lo que un ciudadano normal no saca nada en claro ante el discurso predeterminado del encorbatado y engominado de sonrisa resultona, lo que peor llevo es lo del colegueo. Es decir, que si a una persona que cree que el banco es un ladrón, que el trajeado que te parla es un acólito a sueldo, éste le viene con el tratamiento de tío, nano y compañía, la cosa coge tintes paranormales. Lo peor, sin duda, ha sido cuando al dejarle caer mi malestar con educación mientras me levantaba de la silla, el tipo de la sonrisa, eterna y brillante, me diera la mano en plan colega de la muerte y me dijera, "venga, tete, ya nos vemos", como si luego fuéramos a quedar, después del curro, tío, a pillar unas olas guapas con las tablas y después a tomarnos unas cañas contándonos batallitas de nuestras vidas. Tronco.
Pero de todo esto, de lo que un ciudadano normal no saca nada en claro ante el discurso predeterminado del encorbatado y engominado de sonrisa resultona, lo que peor llevo es lo del colegueo. Es decir, que si a una persona que cree que el banco es un ladrón, que el trajeado que te parla es un acólito a sueldo, éste le viene con el tratamiento de tío, nano y compañía, la cosa coge tintes paranormales. Lo peor, sin duda, ha sido cuando al dejarle caer mi malestar con educación mientras me levantaba de la silla, el tipo de la sonrisa, eterna y brillante, me diera la mano en plan colega de la muerte y me dijera, "venga, tete, ya nos vemos", como si luego fuéramos a quedar, después del curro, tío, a pillar unas olas guapas con las tablas y después a tomarnos unas cañas contándonos batallitas de nuestras vidas. Tronco. En la acera, las piernas me temblaban: el mejor momento del verano. Fue aquel instante grandioso la felicidad absoluta. Todos aquellos amigos de la infancia en el momento de placer social más grande de sus vidas. Aquel desfile de música, aquel público entregado que no hacía más que responder a los gestos de unos hombres que sentían lo que hacían, vivían el momento con una intensidad que Juan, saciado del placer por la tradición, colmado por sus amigos, arropado por todos y querido por más, agradeció ofreciéndoles al término aquella bandera que el bando cristiano defendería después con fervor ante el moro. Espada en mano, cascos al aire, los dientes y la rabia y el poder de la fuerza de la amistad.
En la acera, las piernas me temblaban: el mejor momento del verano. Fue aquel instante grandioso la felicidad absoluta. Todos aquellos amigos de la infancia en el momento de placer social más grande de sus vidas. Aquel desfile de música, aquel público entregado que no hacía más que responder a los gestos de unos hombres que sentían lo que hacían, vivían el momento con una intensidad que Juan, saciado del placer por la tradición, colmado por sus amigos, arropado por todos y querido por más, agradeció ofreciéndoles al término aquella bandera que el bando cristiano defendería después con fervor ante el moro. Espada en mano, cascos al aire, los dientes y la rabia y el poder de la fuerza de la amistad. "Documentación de los dos ocupantes y del vehículo, por favor, apague el motor y deme la llave, pero no salgan del coche hasta que se lo diga". Con este panorama y con una pierna temblando y la otra en ello, le dimos nuestros respectivos carnets, el permiso de circulación y para de contar. Aquel desapareció con todo, se lo dio a un compañero de la furgoneta, volvió y nos hizo salir del coche. "Vacíen todo lo que lleven en los bolsillos y déjenlo sobre el capó, y no utilicen los móviles". Hicimos lo dicho, nos preguntó aquello de si había algo que nos comprometiera y, después de enviarnos a la acera con el compañero serio del escopetón intimidatorio, se dispuso a registrar el coche por dentro, mientras mi amigo y yo comentábamos la jugada en la banda con el juez de línea al quite, dedo en el gatillo.
"Documentación de los dos ocupantes y del vehículo, por favor, apague el motor y deme la llave, pero no salgan del coche hasta que se lo diga". Con este panorama y con una pierna temblando y la otra en ello, le dimos nuestros respectivos carnets, el permiso de circulación y para de contar. Aquel desapareció con todo, se lo dio a un compañero de la furgoneta, volvió y nos hizo salir del coche. "Vacíen todo lo que lleven en los bolsillos y déjenlo sobre el capó, y no utilicen los móviles". Hicimos lo dicho, nos preguntó aquello de si había algo que nos comprometiera y, después de enviarnos a la acera con el compañero serio del escopetón intimidatorio, se dispuso a registrar el coche por dentro, mientras mi amigo y yo comentábamos la jugada en la banda con el juez de línea al quite, dedo en el gatillo. Pero anoche, otro. Volvíamos la Pepa y yo de cenar con unos amigos en Andorra la Vella, y una pareja de la policía nacional andorrana nos dio el alto. El tipo nos habló en francés de inicio, se pasó por el castellano al ver que no le entendíamos y acabamos todos en el catalán del país. Todo pareció ir bien hasta que se empezó a complicar cuando preguntó: "¿Usted cree que daría positivo si le hacemos el control de alcoholemia". "No", contesté. "¿De dónde viene?", contestó el poli; "¿cómo que de dónde vengo?", pregunté desconcertado, ¿me estaba cuestionando por mis orígenes, acaso ciudad natal o familia, o era una simple pregunta de dónde venía en aquel preciso instante?. "¿De dónde vengo ahora mismo quiere decir?". "Sí", me aclaró. "Entonces de cenar", dije siendo como eran las dos de la madrugada. Entonces vino la tontería del momento, cuando ya sabiendo que venía de un ágape, insistió: "¿Y ha bebido algo?". Y como a mí estas cosas me ponen especialmente nervioso, mi cerebro se quedó en blanco y de mi boca salió un incómodo "pues no me acuerdo".
Pero anoche, otro. Volvíamos la Pepa y yo de cenar con unos amigos en Andorra la Vella, y una pareja de la policía nacional andorrana nos dio el alto. El tipo nos habló en francés de inicio, se pasó por el castellano al ver que no le entendíamos y acabamos todos en el catalán del país. Todo pareció ir bien hasta que se empezó a complicar cuando preguntó: "¿Usted cree que daría positivo si le hacemos el control de alcoholemia". "No", contesté. "¿De dónde viene?", contestó el poli; "¿cómo que de dónde vengo?", pregunté desconcertado, ¿me estaba cuestionando por mis orígenes, acaso ciudad natal o familia, o era una simple pregunta de dónde venía en aquel preciso instante?. "¿De dónde vengo ahora mismo quiere decir?". "Sí", me aclaró. "Entonces de cenar", dije siendo como eran las dos de la madrugada. Entonces vino la tontería del momento, cuando ya sabiendo que venía de un ágape, insistió: "¿Y ha bebido algo?". Y como a mí estas cosas me ponen especialmente nervioso, mi cerebro se quedó en blanco y de mi boca salió un incómodo "pues no me acuerdo". De la creciente necesidad mental que tengo por salir de la vida real, he acabado en una vorágine extraña envuelto en tres mundos diferentes que en ocasiones se entremezclan. Ando metido en tres libros a la vez, sin ninguna pretensión, y con la simpleza de que cada uno ocupa un lugar de la casa. "La máquina del tiempo", de H. G. Wells, está en el wáter; "Vida y destino", de Vasili Grossman, descansa en la mesita de noche; y "Corsarios de Levante". de El Capitán Alatriste de Arturo Pérez-Reverte, ocupa el estudio. Con este panorama, depende de dónde caiga mi cuerpo, en la taza, en la cama o en la silla, acabo dentro de un mundo u otro.
De la creciente necesidad mental que tengo por salir de la vida real, he acabado en una vorágine extraña envuelto en tres mundos diferentes que en ocasiones se entremezclan. Ando metido en tres libros a la vez, sin ninguna pretensión, y con la simpleza de que cada uno ocupa un lugar de la casa. "La máquina del tiempo", de H. G. Wells, está en el wáter; "Vida y destino", de Vasili Grossman, descansa en la mesita de noche; y "Corsarios de Levante". de El Capitán Alatriste de Arturo Pérez-Reverte, ocupa el estudio. Con este panorama, depende de dónde caiga mi cuerpo, en la taza, en la cama o en la silla, acabo dentro de un mundo u otro. Pero claro, el tema de los sueños es incontrolable, y entonces algunas mañanas me levanto habiendo viajado cual molécula a punto de descomponerse entre las agujas del reloj, habiéndome sentido solo, controlado por el soviet y muerto de frío en la estepa rusa, o habiendo estado dándole a la daga contra el moro en Tánger a cuarenta grados. Y las sudadas van por doquier.
Pero claro, el tema de los sueños es incontrolable, y entonces algunas mañanas me levanto habiendo viajado cual molécula a punto de descomponerse entre las agujas del reloj, habiéndome sentido solo, controlado por el soviet y muerto de frío en la estepa rusa, o habiendo estado dándole a la daga contra el moro en Tánger a cuarenta grados. Y las sudadas van por doquier. Así es que, resuelto a zanjar el galimatías, he decidido centrarme en uno solo. Como por número de páginas el libro de Wells es el de más rápida resolución, este será el primero que acabe, aunque tenga que oír más de una vez una dulce voz desde fuera del wáter preguntándome si me he caído por la taza. Cosa que, quién sabe, puede suceder y encontrarme en el fondo del charco un galeote lleno de corsarios que tengan a bien darle al mandoble y a la sangre, mientras los Panzer se adentran en la estepa camino de Stalingrado.
Así es que, resuelto a zanjar el galimatías, he decidido centrarme en uno solo. Como por número de páginas el libro de Wells es el de más rápida resolución, este será el primero que acabe, aunque tenga que oír más de una vez una dulce voz desde fuera del wáter preguntándome si me he caído por la taza. Cosa que, quién sabe, puede suceder y encontrarme en el fondo del charco un galeote lleno de corsarios que tengan a bien darle al mandoble y a la sangre, mientras los Panzer se adentran en la estepa camino de Stalingrado. 
 "Intruders" es una película de poca monta, con un formato que hemos visto miles de veces. Pero tiene todos esos ingredientes odiosos en una cinta de miedo: niños, sueños, apariciones, cuartos oscuros, madres que esconden secretos, gatos, persecuciones en penumbra, curas, planos cortos con fondos inquietantes, miradas perdidas, gotitas que caen del techo en la cara de quienes duermen, suelos llenos de sangre, barro o lo que fuere, sombras, calles oscuras, disfraces que uno no sabe por dónde van a salir, golpes de música, cámaras subjetivas y, sobre todo, oscuridad, mucha oscuridad. Será posible...
"Intruders" es una película de poca monta, con un formato que hemos visto miles de veces. Pero tiene todos esos ingredientes odiosos en una cinta de miedo: niños, sueños, apariciones, cuartos oscuros, madres que esconden secretos, gatos, persecuciones en penumbra, curas, planos cortos con fondos inquietantes, miradas perdidas, gotitas que caen del techo en la cara de quienes duermen, suelos llenos de sangre, barro o lo que fuere, sombras, calles oscuras, disfraces que uno no sabe por dónde van a salir, golpes de música, cámaras subjetivas y, sobre todo, oscuridad, mucha oscuridad. Será posible... Con esos ingredientes, evidentemente he tenido pesadillas esta noche. He dormido bien, esa es la verdad, y nueve horas del tirón, pero en el sueño o sueños entrelazados e inconexos, han aparecido escenas extrañas como una excompañera de trabajo, hoy embarazada, atormentada por su hijo de la edad del de la película, poseído y con unas gafas de sol en el que se veía el granulado de una tele sin conexión, una serpiente de peluche que en realidad era la causante de todos los virus del mundo mundial y que perseguía a una familia en la que se encontraban mis tíos de Ontinyent, donde mi tío Pepe tenía aparcada en el bancal de abajo una furgoneta Volkswagen Multivan gris, y en el rellano de entrada de la casa se encontraba el Seat 850 granate de mi tía Chelo de aquellos finales de los 80 lleno hasta los topes de juguetes y trastos viejos de entre los que sobresalía la serpiente de trapo con la boca dentada abierta. En el camino hacia la salida de la casa, arriba muy arriba se veía la ermita de Santa Ana, pero esta en vez de ser la pequeñez que es en la realidad, era una especie de magnífica catedral en la cima de una montaña verticalísima, iluminada además por un juego de focos de colores anaranjados, rojos y azulones, con una especie de niebla en la penumbra que la envolvía. En la casa, sin embargo, una niña gordita y con el pelo rizado estaba sentada a la mesa ida completamente, con la cara llena de espuma de jabón de la cual era ajena y que se iba repartiendo por todo el rostro y el pelo, y cuando alguien le dijo que si sabía lo que estaba haciendo, entró en una espiral de furia incontenida que acabó con sus ojos desorbitados, su pelo en llamas y hacía arriba y un peligroso cuchillo en las manos que recordaba, más bien, a la madre de Carrie segundos antes de morir.
Con esos ingredientes, evidentemente he tenido pesadillas esta noche. He dormido bien, esa es la verdad, y nueve horas del tirón, pero en el sueño o sueños entrelazados e inconexos, han aparecido escenas extrañas como una excompañera de trabajo, hoy embarazada, atormentada por su hijo de la edad del de la película, poseído y con unas gafas de sol en el que se veía el granulado de una tele sin conexión, una serpiente de peluche que en realidad era la causante de todos los virus del mundo mundial y que perseguía a una familia en la que se encontraban mis tíos de Ontinyent, donde mi tío Pepe tenía aparcada en el bancal de abajo una furgoneta Volkswagen Multivan gris, y en el rellano de entrada de la casa se encontraba el Seat 850 granate de mi tía Chelo de aquellos finales de los 80 lleno hasta los topes de juguetes y trastos viejos de entre los que sobresalía la serpiente de trapo con la boca dentada abierta. En el camino hacia la salida de la casa, arriba muy arriba se veía la ermita de Santa Ana, pero esta en vez de ser la pequeñez que es en la realidad, era una especie de magnífica catedral en la cima de una montaña verticalísima, iluminada además por un juego de focos de colores anaranjados, rojos y azulones, con una especie de niebla en la penumbra que la envolvía. En la casa, sin embargo, una niña gordita y con el pelo rizado estaba sentada a la mesa ida completamente, con la cara llena de espuma de jabón de la cual era ajena y que se iba repartiendo por todo el rostro y el pelo, y cuando alguien le dijo que si sabía lo que estaba haciendo, entró en una espiral de furia incontenida que acabó con sus ojos desorbitados, su pelo en llamas y hacía arriba y un peligroso cuchillo en las manos que recordaba, más bien, a la madre de Carrie segundos antes de morir. Nos situamos en el Estadio Olímpico de Berlín, escenario de los Juegos de 1936 organizados por una (consentida) Alemania nazi que pretendía dar a conocer al mundo entero el poder de la raza aria. Sin embargo, a Hitler se le subió un negro al pseudobigote. El norteamericano Jesse Owens, nieto de esclavos, ganó cuatro medallas de oro: 100m, 200m, salto de longitud y el relevo del 4x100, donde él y otro compañero negro entraron en el equipo para sustituir a dos yankis judíos, con la intención diplomática de EEUU de no ofender al Führer.
Nos situamos en el Estadio Olímpico de Berlín, escenario de los Juegos de 1936 organizados por una (consentida) Alemania nazi que pretendía dar a conocer al mundo entero el poder de la raza aria. Sin embargo, a Hitler se le subió un negro al pseudobigote. El norteamericano Jesse Owens, nieto de esclavos, ganó cuatro medallas de oro: 100m, 200m, salto de longitud y el relevo del 4x100, donde él y otro compañero negro entraron en el equipo para sustituir a dos yankis judíos, con la intención diplomática de EEUU de no ofender al Führer. Por allá voló, dándolo todo, aquel veloz hombre que puso los 10,3s en los 100 en el marcador del Olimpiastadium berlinés. Hasta 1984, en los Juegos de Los Ángeles, cuando apareció aquella bestia llamada Carl Lewis (hagamos una reverencia ante el hijo del viento), nadie consiguió sumar cuatro oros olímpicos en una misma cita. En el mismo estadio de Berlín, en el Mundial de 2009, Usain Bolt pulverizó el récord del mundo de los 100m con un 9,58s que pone los pelos de punta.
Por allá voló, dándolo todo, aquel veloz hombre que puso los 10,3s en los 100 en el marcador del Olimpiastadium berlinés. Hasta 1984, en los Juegos de Los Ángeles, cuando apareció aquella bestia llamada Carl Lewis (hagamos una reverencia ante el hijo del viento), nadie consiguió sumar cuatro oros olímpicos en una misma cita. En el mismo estadio de Berlín, en el Mundial de 2009, Usain Bolt pulverizó el récord del mundo de los 100m con un 9,58s que pone los pelos de punta. Añado a este speech improvisado algunos videos que he encontrado. Sobre todo destacar la carrera de los 100m, y las imágenes de Owens en su retorno al estadio que le dio la fama mundial. También la imagen en la que él y Lutz Long, su rival alemán en el salto de longitud, al que derrotó, están hablando amistosamente: Long no solo felicitó a Owens tras imponerse, sino que además durante la competición aconsejó al americano cómo saltar para poder ganar. Ese hecho no fue bien visto en la Alemania del momento, pese a su absoluta limpieza. Long murió en 1943 en Sicilia, después de caer herido tras la invasión aliada de la isla, en plena guerra.
Añado a este speech improvisado algunos videos que he encontrado. Sobre todo destacar la carrera de los 100m, y las imágenes de Owens en su retorno al estadio que le dio la fama mundial. También la imagen en la que él y Lutz Long, su rival alemán en el salto de longitud, al que derrotó, están hablando amistosamente: Long no solo felicitó a Owens tras imponerse, sino que además durante la competición aconsejó al americano cómo saltar para poder ganar. Ese hecho no fue bien visto en la Alemania del momento, pese a su absoluta limpieza. Long murió en 1943 en Sicilia, después de caer herido tras la invasión aliada de la isla, en plena guerra. Hitler, por supuesto, no felicitó al campeón Owens por ninguna de sus cuatro medallas. Como detalle, explicar que Siegfried Eifrig, el último deportista en portar la antorcha al pebetero alemán, y que luego luchó por Alemania en la II Guerra Mundial en el Norte de África (acabó en un campo de prisioneros), dijo: "Los norteamericanos deberían avergonzarse de sí mismos, dejando que los negros ganen sus medallas por ellos". De la expedición deportiva estadounidense en Berlín'36, diez atletas eran negros, los cuales ganaron siete medallas de oro, tres de plata y tres de bronce.
Hitler, por supuesto, no felicitó al campeón Owens por ninguna de sus cuatro medallas. Como detalle, explicar que Siegfried Eifrig, el último deportista en portar la antorcha al pebetero alemán, y que luego luchó por Alemania en la II Guerra Mundial en el Norte de África (acabó en un campo de prisioneros), dijo: "Los norteamericanos deberían avergonzarse de sí mismos, dejando que los negros ganen sus medallas por ellos". De la expedición deportiva estadounidense en Berlín'36, diez atletas eran negros, los cuales ganaron siete medallas de oro, tres de plata y tres de bronce.
 
