15 noviembre 2011

Esos Fontanos de Ontinyent

Sus pasos eran firmes, seguros, hombro con hombro siguiendo la música, la invasión de las hordas moras en el horizonte, las embajadas, la lucha, la batalla. Víctor marcaba el ritmo y lo gozaba, cabo de escuadra, giraba, gesticulaba, cerraba los ojos para sentir el estruendo de los timbales dentro de su cuerpo unido este al de sus compañeros que, justo detrás, protegiéndolo, lanzaban miradas al cielo extasiados ante aquel majestuoso ritmo. Ojos cerrados, bocas abiertas tarareando la música que los llevaba. Puños al cielo.

Juan, a sus espaldas, subido en aquella carroza, fijo a ella pero volando por aquella avenida suspendido en el aire, los notaba bien cerca. Se sentía en el cielo. Lanzaba abrazos y besos, signos de satisfacción con las manos, la mirada vidriosa, los puños cerrados, un nudo en la garganta. Transmitía pasión.

En la acera, las piernas me temblaban: el mejor momento del verano. Fue aquel instante grandioso la felicidad absoluta. Todos aquellos amigos de la infancia en el momento de placer social más grande de sus vidas. Aquel desfile de música, aquel público entregado que no hacía más que responder a los gestos de unos hombres que sentían lo que hacían, vivían el momento con una intensidad que Juan, saciado del placer por la tradición, colmado por sus amigos, arropado por todos y querido por más, agradeció ofreciéndoles al término aquella bandera que el bando cristiano defendería después con fervor ante el moro. Espada en mano, cascos al aire, los dientes y la rabia y el poder de la fuerza de la amistad.

Qué bello. Qué momento. Aquellas caras sudorosas, aquellos rostros estirados, aquellas miradas intensas que delataban amor. Qué locura de instante. Los ves pasar un momento, apenas un minuto de saludos, abrazos que te llegan al alma y lágrimas furtivas, y entonces sabes que los recordarás siempre. No existe el tiempo, se para todo. Fontanos de Ontinyent, oh, Fontanos. Qué suerte la del moro que ante vuestra espada se pliega.

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