15 diciembre 2011

Detalles (urbanos)

Ante la paranoia generalizada entre los ciclistas urbanos de Valencia después del alarde de 'recetismo' indiscriminado que ha traído consigo la Policía Local, me llaman la atención algunas actitudes a posteriori de los usuarios del pedal, entre los cuales me sorprendo a mí mismo.

Se han puesto, según algunos medios, 530 multas de 200 euros en un periodo de tiempo muy breve. Las infracciones, varias: ir sin luz, oyendo música con auriculares, circular por la acera, saltarse el código de circulación... Ante la psicosis, al llegar a la ciudad he oído de todo, desde decir que el ciclista urbano debe llevar casco -es obligatorio en vías interurbanas, esto es en carretera-, hasta que tiene que ir con chaleco reflectante cual operario, e incluso que en una vía donde haya carril bici, no puedes circular por el asfalto. Todo bastante raro, por no decir incierto.

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La crisis existencial me ha afectado, y así ayer me vi en un carril bici de la avenida del Puerto, parado en un semáforo con la acera de enfrente a dos metros, con un sinfín de peatones cruzando como si tal cosa en mi cara, ningún coche ni vehículo a la vista, y con otros dos ciclistas justo detrás de mí esperando a que el rojo mudara para dar rienda suelta a nuestras piernas.

La escena se ha repetido a lo largo del día (entre pitos y flautas, me he cascado 20km urbanos de gestión en gestión), pero la que más me ha gustado ha ocurrido ya por la noche, a eso de las 22.00. Iba por la avenida de la Pechina (calle del Pintor López), esto es paralelo al río dirección el mar, con mi luz trasera a todo trapo y gozando el airecillo y la calma, cuatro o cinco carriles para coches, a esas horas vacíos, cuando al pasar por la delegación del Gobierno he visto que una bici quería incorporarse a la avenida. No venían vehículos, salvo yo mismo, y me ha sorprendido el tiento con que esa bici buscaba su sitio en el asfalto, como atemorizada. Al pasar cerca, he examinado al sujeto: una señora de entre 60 y 70 años, con falda gris más abajo de las rodillas, suéter blanco de lana y gorro de idéntico color a juego, gafas de marco dorado, redondas, y una cara de entre monja y dulce y entrañable mujer. Su bici era antigua, roja, con luz delante y detrás, de dinamo clásico, cesta en el manillar y portaequipajes a cola. Y al superarla la he perdido de vista.


Al seguir mi camino, me he parado en el semáforo que cruza el puente del Real, a cualquier hora con un tráfico espantoso, y en aquel momento un maravilloso desierto. A mi lado, solos ante la línea blanca y bajo el disco rojo, ha parado la señora. Con calma, frenando tranquila y apoyando primero el pie izquierdo y luego el derecho. Silencio absoluto. No ha habido saludo, pero los dos hemos compartido la sensación ciudadana de esperar pacientemente, en la penumbra, a que el semáforo nos diera el visto bueno para arrancar. Tendría que ser lo normal.

Lástima que, si fuera de día en hora punta, esa señora tendría un altísimo tanto por ciento de posibilidades de morir espachurrada por un coche, con aquella flema ciclista, en aquel punto de separación de carriles, cuatro rectos, dos hacia la derecha, con los bólidos pidiendo paso, los autobuses nerviosos ante nuestras cojoneras presencias, y los taxistas con una mano en el cambio y otra en el pito, prestos a soltar su rabia por la boca o donde fuere.

Respeto mutuo entre bicis y vehículos a motor. Sería lo mejor.

diariodeunalemol.com

casco bici

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