19 octubre 2011

Ruta del Penyagolosa: Día 2

Este relato es continuación del "Ruta del Penyagolosa: Día 1", que se puede visitar a través de este enlace:
http://rafabatallitas.blogspot.com/2011/08/ruta-del-penyagolosa-dia-1.html
Es el segundo de los Tres Días del Penyagolosa que cumplimos los pasados 12, 13 y 14 de julio de 2011.


Tenía la sensación de que me desmayaba. A cinco por hora, tal vez menos, cada pedalada era como intentar romper con un martillo una viga de hierro. Se avanzaba, pero tan lentamente que la desesperación parecía la única salida. Los golpes de los pedales se trasladaban al crujir de las piedras bajo las ruedas, al esfuerzo muscular intenso, al respirar profundo, y al sudor que delataba el estado de tensión. Aquellas rampas infernales parecían acabar conmigo. Alberto, un poco más allá, debía de estar disfrutando de mi sufrimiento. Estaba contra las cuerdas.

Pau, subiendo desde la Estrella.

Atrás habíamos dejado la aldea de la Estrella, pero aquella sucesión de casas abandonadas no debía de estar muy lejos a nuestras espaldas porque el ritmo, lento, imposible aumentarlo, no lo permitía. En aquella plaza donde en 1930 se plantó una morera hoy inmensa, donde a pocos metros discurre el río Monleón que un 9 de octubre de 1883 embraveció y destruyó 17 casas y se llevó 26 vidas, allí, hacía unos minutos contemplábamos Alberto, Pau y yo aquel paso del tiempo. Almorzamos en el lavadero renovado, cargamos agua y le dimos a la conversación, ajenos en parte a lo que ahora sufríamos de verdad.

Alberto y Rafa, en el lavadero de la Estrella, almorzando, bebiendo y charlando.

Por la mañana habíamos salido de Vistabella del Maestrat con algo de fresco y mucho viento, descendimos frenéticos al Pont de les Meravelles (romano en el fondo, medieval en la actualidad) y contemplamos su paz, su papel en la historia para unir tierras y pueblos. El camino hacía la Estrella siguió en descenso cómodo. Y ya se sabe que todo lo que se baja, se sube.

Rafa y Pau, a primera hora antes del infierno de la Estrella, al salir de Vistabella del Maestrat.

Pau y Alberto, empequeñecidos en el Pont de les Meravelles.

Ya camino de Mosqueruela, con la Estrella olvidada, pasados sus pórticos de madera, sus calles alta y baja, sus techos desfondados, sus rincones abandonados, su reloj de sol de 1812, seguíamos sufriendo. Alberto nos hablaba de la pareja de ancianos que aún habita en aquel lugar cuando un Land Rover de los viejos muy viejos se cruzó con nosotros, él hacia abajo, nosotros siempre hacia arriba. Aquel conductor mayor nos saludó con entusiasmo, como si ver una persona fuera un momento de socialización alto. Aquel momento dio paso a las rampas duras, a las piedras sueltas, al doloroso crepitar del suelo, a los cabezazos y las gotas de sudor, a la espalda dolorida por la mochila cuyo peso se duplicaba a cada metro salvado, se triplicaba, cuadruplicaba... era una lucha a muerte contra la gravedad.
Bien se ve el desnivel superado desde el fondo de la Estrella, hasta arriba muy arriba.

Aquel camino sin fin, subida demencial con todo metido en los piñones, sin planes be ni ce sino sobrevivir, fue uno de los momentos más largos de mi vida. No tenía final aquella pista ancha, no eran un alivio ni las vistas del precipicio, ni el tupido bosque que quedaba a nuestros pies, a lo lejos, en el más allá, siempre acompañándonos, ni el sol radiante ni el día fantástico. Del bosque lejano pasamos al bosque cerrado, y del cerrado al desierto de pasto de vacas cuyo tintineo se percibía a lo lejos. Cerca pasamos de dos o tres reses que ni nos miraron, a lo suyo, pero tampoco nosotros les hicimos mucho caso tal era nuestro esfuerzo. Al final, porque es ley que siempre hay premio, apareció a lo lejos, abajo en un ancho y anaranjado valle, Mosqueruela. Comida, agua y descanso tenía en su nombre. Mosqueruela: nunca un pueblo tuvo tantos significados.

Alberto, sonriente y saciado; y Mosqueruela al fondo.

De aquella comida, aliviado nuestro alma y nuestras fibras recuperadas, la cabeza desentumecida y el riego sanguíneo en su lugar, partimos por carretera hacia Puertomingalvo. Aquello fue un camino de rosas solo alterado por el auxilio que quisimos dar a un ciclista de carretera novato que, pinchado, no sabía cómo proceder. Nuestra intención, buena, se torno en desastre y aquello acabó con un "¿tienes a alguien que pueda venir a por ti?". Nos despedimos disimulando una media sonrisa, Alberto cabeza gacha delatando aquella cámara de recambio pellizcada, y si te he visto no me acuerdo.

El maño que pinchó y recibió a los samaritanos acabó llamando a alguien que lo recogiera.

Ya en Puertomingalvo volvió a quedar demostrado que saber dónde están los buenos hornos es fuente de vida, y en eso Alberto tiene una tesis doctoral. Bajamos la escalera de aquella panadería-paraíso y compramos varios pasteles de toneladas de placer que degustamos paseando por el pueblo, justo antes de iniciar el descenso final a Villahermosa del Río, donde una cerveza, unas buenas vistas, una ducha, una cena y una cama nos dejarían listos para el día siguiente. Con la Estrella y aquellas rampas clavadas aún a fuego en las piernas. Aquel desnivel continuado, sin tregua ninguna, que te lleva a la locura. Hoy algunos escuchamos La Estrella y seguimos notando un cosquilleo en el estómago, nuestras articulaciones ceden, y un sudor frío nos invade pensando en aquella ascensión que, sin embargo, como siempre, repetiríamos.

Los tres y Puertomingalvo.
En Villahermosa del Río, cerveza, plátanos, Aquarius, vistas, estiramientos y descanso.

1 comentario:

David dijo...

Que paisajes más espectaculares company!!!