
Así pues, volví a levantarla, y desde arriba jugué a dejarla caer, sin miedo a que diera un golpetazo. Fue difícil. Tenía que confiar en ella, pensar que, con su sistema, no daría un golpe bestial sobre la taza con riesgo de pelar la pintura. Era como cuando en clase de gimnasia en el instituto, o con los amigos, debías cerrar los ojos y dejarte caer hacia atrás confiando en que los brazos de un compañero te iban a sujetar sin que te dejaras la columna vertebral en el suelo. Que nadie se engañe: todos abríamos los ojos y estábamos en tensión. Fíate tú.
El caso es que esta tapadera, cabronceta, es de confianza. Era como si te dicen, oye majo, salta desde el avión, olvídate del paracaídas, que él se abre por sí solo porque detecta automáticamente la distancia que le queda hasta el suelo. Complicado, ¿verdad? Pues, tranquilos, que ella es de fiar.
Así es que allí estuve un rato: cogiendo confianza con aquella tapa de buen ver, moderna, elegante, inteligente. La dejaba caer con diferentes fuerzas, y ella trabajaba eficiente con idéntica respuesta. Maravilloso invento. El problema es que ahora nunca sabemos si nuestra compañera es quien ocupa el baño del trabajo, porque ya actúa silenciosa, a la vieja usanza, claro, bajando con la mano lo que un día un ingeniero pensó que era demasiado incómodo para el usuario.

1 comentario:
La verdad es que prometía más el tema. Pensaba que te acababas pillando la minga con la tapa o algo así. Pero al final lo has arreglado, la escultura que remata el texto me mata.
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