29 diciembre 2010

La bipolaridad entre Andorra y Valencia

Cada vez que enfilo la autopista del Mediterráneo dirección norte, empieza el cambio. En el trayecto de cinco horas entre Valencia y Andorra, la Pepa y yo nos ponemos al día el uno del otro, porque en los cinco días con sus cinco noches de valencianía que hemos vivido, no nos hemos visto más que unas horas. Al pasar la frontera del Principat, la luz de las millones de bombillas del pequeño país contrasta con la oscuridad que se cierne sobre mí.

En la terreta me siento amigo de todo el mundo. Paliqueo de lo más a gusto con mis padres, como con ellos, me cuentan sus cosas, vamos al cine, estoy con mis hermanas, con el Buster, voy a la playa, voy a Ontinyent, a Benigànim, veo a amigos y familiares, estoy con ellos como si hiciera unas horas que no nos hubiéramos visto, tengo cenas, comidas, llamadas, sonrisas, carcajadas, recuerdos... El deporte además se multiplica: la bici me lleva a mis sitios preferidos y siempre con buena compañía, voy a correr, se juega algún partidete de fútbol...

En Andorra la situación da un vuelco. Primero dependo del coche, lo cual me toca las narices, no me gusta meterme en un bar para hablar siempre de trabajo, de hecho trabajo, a veces no hago otra cosa, mis únicas vías de escape son la Pepa, el gimnasio y hablar del frío que pela, mientras el trabajo, el trabajo y el trabajo me ocupan la cabeza en todos los sentidos. Así las cosas, me convierto en alguien insociable, porque no tengo amigos pero sí compañeros, porque nada es lo mismo y porque faltan tantas otras cosas como darle una caricia a Buster para sacarlo a pasear.

Así es que soy bipolar. Si alguien de Andorra me viera en Valencia, no daría crédito, como tampoco el valenciano que sube y me ve entre montañas, oscuro, opaco, apagado. Sólo algún colegueta de la bici y otras aficiones me saca a veces de la rutina.

Como dice el refrán, no todo el monte es orégano. Aunque, bien mirado, tampoco es mal sistema.

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