10 mayo 2011

Abejorro

Un mediodía que me fui a correr al paseo de Les Pardines después de trabajar, llegué allí con el coche y aquello estaba desierto. Ante tal tranquilidad, decidí cambiarme al aire libre y no sentado en el asiento del conductor, como hago cuando hay gente cerca.

Estaba yo descalzo y en calzoncillos buscando las mallas de correr en la mochila cuando en el techo del coche se posó un abejorro inmenso y, en verdad, precioso. Peludo, como un pulgar de grande, parecía buscar algo de picar –supongo- en aquel insulso y metálico tejado.

Me quedé unos segundos observándolo cuando el menda alzó el vuelo y aprovechó la oportunidad para colarse por la puerta dentro del coche. Ahí me cambió la cara.

Mi primera reacción, tan cerca pasó de mí aquel avión a rayas, fue cerrar de golpe aquella puerta, pero no contaba yo con el enfado de aquel bicharraco. El rey de los abejorros empezó a golpear los cristales primero como intentona, pero según probaba sin éxito salir al exterior, su violencia se intensificaba.

El coche empezó a balancearse tal era su fuerza. El insecto, ya no bello sino inmundo y peligroso, empezó a crecer y crecer y el miedo me invadía. Aquel abejorrillo del tamaño de un dedo pulgar pasó a ser primero como un puño, luego como un balón de baloncesto, hasta que su volumen le impidió moverse dentro de mi pobre Seat Ibiza, que sudaba por dentro.

Yo estaba paralizado, con los ojos como platos y buscando un sitio donde esconderme, con las mallas en la mano y en calzoncillos, descalzo moviendo las piernas sin sentido. Aquel señor abejorro quería seguir creciendo y el espacio interior se le hizo pequeño, tan al límite que cuando un rugido estremecedor empezó a salir de dentro del coche, de repente aquella bola de pequeños y punzantes pelillos explotó sin más. Entonces se hizo el silencio, mientras el ventilador del coche se puso en funcionamiento.

En aquel momento, con los asientos impregnados de un líquido espeso y rastros de pelos y patas de insecto por todos los lados, apareció una pareja de turistas franceses que soltaron un bon jour dudoso, mientras sus ojos iban y venían entre el coche destrozado y mis pobres canillas al aire calzoncillo mediante.

3 comentarios:

Mary dijo...

jajjajajaja. ¿Te acuerdas de la avispa que se nos metió en el coche, que empezamos los tres a gritar y a pegar botes y que finalmente me picó en el culo? jijiji

Luis dijo...

Parece una suma entre Kafka y Alicia en el País de las Maravillas :)

El Tito de S. dijo...

Bien, bien, así que ahora le damos a la fantasía en vez de contar las batallitas del pedaleo. Oye, no le quites el puesto a María que lo hace muy bien. Bueno, tú también, que me he reído.