27 junio 2012

Superación

Érase una vez un hombre herido que quiso salir al paso como pudo. Se dijo que no primero, intuyó un tal vez después, y a la mínima oportunidad que tuvo, accedió a decir que puede para convertirlo más tarde en un sí.

Olvidado el salto por encima de un coche, los puntos, las roturas y el dolor general, se puso a trabajar. Aquel amante del deporte instaló su meta en un 23 de junio, y pensó que si llegaba a tiempo, bien, y que si no, también.
Todos los amigos estaban aquel día en los alrededores de Sabiñánigo sintiendo los nervios del día previo. Nadie durmió como suele si es que lo hizo, y quien más quien menos miraba al techo de la habitación, en aquella penumbra, visualizando una curva, una rampa, un descenso, la meta, el ambiente.
Cuando a las 7.30 arrancó todo, los pensamientos del día anterior se esfumaron, y cada uno pensaba en el instante. En esa rueda, en esa otra, ojo con el bache, ojo que voy por la derecha, venga que podemos, venga un poco más.
La primera hora fue de locos, con una media de 38 en la que hay que incluir, para la desgracia de la cita, como siempre, un par de montoneras, caídas múltiples que hicieron que muchos levantaran el pie y se fueran por el desagüe, entre cagados de miedo y responsables.


A partir de entonces, empezó el reto real. No podía el ‘amigo del Lute’ seguir la rueda de Patxi, encendido como iba, lleno de ganas y sobre todo de fuerza. No podía más que aceptar que se le iba y que ese ritmo lo mataba. Cedió terreno el menda, dejando que el pelotón lo llevara hasta la cima del Somport, no sin parones extraños del pelotón, no sin sufrimiento por no ir cómodo.
Notaba aquel herido de antaño que era la Quebrantahuesos del sufrimiento, que en su haber se leían jornadas de buen tiempo, pero otras de mucho calor, otras de mucho frío, y otras con caídas en las que se vio implicado. Era esta edición la de la pájara, la del tío del Mazo que no perdona.
Asumida esa cuenta pendiente, se dijo que de perdidos al río, y que si hay que morir, se muere matando. Aquello de podrás conmigo, pero sufrirás para poder. En esas estaba el que suscribe, aceptando la sinrazón de esperar a lo largo del día la temida guadaña, cuando enfiló el descenso eterno, con una nube allá en los pies de la montaña, mientras en la cima el sol lucía y el fresco de la mañana amenazaba con aumentar debajo de aquella gran capa de algodón.

Los tiritones llegaron pronto a la llamada de la velocidad, y en aquel vertiginoso camino francés dirección a la segunda tachuela del día, la cabeza de aquel amante de la bicicleta del que hablamos pensaba en que el primer imprevisto del día ya estaba allí. Sin embargo, fue cosa de minutos que el cuerpo reaccionara como reacciona siempre que se le da candela, y por el afán de llegar a aquellas ruedas, de coger aquel grupo y no soltarlo, el calor volvió a los músculos, el gesto dejó de ser tenso, y el momento permitió hacer lo que hay que hacer en ese instante: comer, beber y luchar por mantenerse vivo, todo fuese para que el del Mazo, que pulula siempre por ahí, apareciera lo más tarde posible.
El ascenso del Marie Blanque llegó con la habitual sorpresa del embudo que se crea en aquel desvío estrecho, señalándole al ciclista que donde entra es como una boca del lobo, un lugar del que sales vivo si luchas, pero herido si te despistas. Así es que el gel que tomó el batallero sirvió para minimizar daños en la subida, pero también para hipotecar el resto del día tal fue el corte de digestión.
Ya se dice siempre que se debe entrenar tanto en kilómetros como en metodología, y no es adecuado inventar nada el día D. Así, aquel líquido pringoso hizo su papel y su daño, y entre las arcadas antes, durante y después del avituallamiento, y la llegada del Portalet después del llano pestoso, empezó la fiesta clave de los veintipico kilómetros de eterna subida con un estupendo revuelto de estómago.

Cuando la gente te adelanta, nada se puede hacer si vas como vas...

Para llegar allí, sabedor de sus limitaciones, el menda lerenda se cargó de malas artes e hizo lo que nunca se debe hacer, y es provocar al personal con un relevo intenso, ponerlos en fila india y luego ir a cola a descansar mientras el resto se organizaba. Ya había arrancado la locomotora que hacía unos minutos remoloneaba entre la llanura. Sucias artimañas de quien no tiene fuerzas para más.
En el ascenso puro, el sálvese quien pueda, el conocido como ritmo inicial irreal, que no marca tu estado de forma, sino un engaño sobre lo bien que vas que en realidad es al contrario. Controló el ciclista su ímpetu, porque tan cierto es que dos y dos son cuatro como que hay que saber medirse cuando uno está bien como cuando uno está mal. Así, con la paciencia en una pierna, y en la otra la calma, se fueron acumulando kilómetros que, si en principio pasaban rápido, cada vez por el contrario se tornaban más lentos.
Las piernas no eran las deseadas. Era de esperar, pensaba aquel que voló por encima de un coche, que con un mes de parón obligatorio, escayola en mano, la forma se debía perder en el fondo, y era aquel instante con 130 kilómetros en las piernas en el que el deseo de ir más rápido chocaba frontalmente, y violentamente, con la cruda realidad de unos músculos al límite, forzados durante toda la jornada poniendo en práctica el acumulado del año pero especialmente el trabajo específico y pseudosuicida del mes anterior, cuando la recuperación fue efectiva y la búsqueda de la puesta a punto del estado de forma se convirtió en básica para estar en la pomada.

Así, vino la resignación, el ir a 13 por hora por donde el año anterior en el que no sufrió nada circulaba a 16, el ir a 11 donde podría haber pasado a 14, y así hasta la cima. Adelantar adelantó a pocos, y fue rebasado sin contemplaciones por centenares de dorsales de los que habían salido por detrás. Pero no le importó, porque sabía que era la ley de la carretera. Tampoco hubiera servido de nada que le importara, porque era incapaz de aumentar el ritmo.
La presa la superó asumiendo que los que veía allá abajo en la curva, en nada lo alcanzarían, y el golpe fue duro cuando se iba confirmando el pronóstico y aquel de Massamagrell al que había visto detrás ya estaba con él y se iba raudo para adelante. Hubo que asumir la derrota, hubo que pensar en el agua que quedaba y en la comida, aunque fuera luchando contra algunas arcadas involuntarias. Así es que bebió todo lo que pudo y comió con tiento, y sin pensar mucho más, empezó a ver los coches que anuncian la llegada de la cima, entre aquel verde y el tintineo de las vacas que pastaban a sus anchas, ajenas al bullicio de la carretera.
Esperaba el esforzado ver caras conocidas, y mientras aceleraba el ritmo espoleado por los ánimos de los desconocidos, venga ahí, venga que ya lo tienes, miraba a derecha e izquierda buscando a su hermana. No la encontró en forma, pero sí en el pensamiento, y se la imaginó junto al perro Arco animándolo. Atravesó con pena la cima y la frontera, y cuando inició el descenso vertiginoso, vio a lo lejos a esa hermana y ese perro que subían, demasiado tarde. “¡María!”, gritó, y al ver que ella le respondió con un saludo y mucho ánimo, él bajó el resto del puerto con el corazón lleno de fuerza y las piernas intactas.
El público en el Portalet, absolutamente maravilloso atravesar por allí.

Con 5 horas 40 minutos en la cima, los cálculos fueron volando por la cabeza de alguien de letras que siempre falla con los números. Al final, el cruce de cables de la calculadora siempre en mal estado hizo que desistiera de cábalas, y afrontó lo que quedaba pensando en superar la Hoz de Jaca y llegar a meta sano y salvo, sin caídas ni sustos. Superar el último puerto fue más infierno que nunca, porque las piernas estaban listas y poca cosa quedaba ya en la reserva, y así se vio obligado a pedir que le empujaran unas dos o tres veces (ni recuerda), llevando una cara de la que se avergonzaba, pero que refleja a la perfección el dolor intenso. Coronar fue un alivio no inferior al de superar un examen que piensas que nunca aprobarás, y entonces al coger la carretera principal y ver los carteles de tráfico indicando 17 kilómetros hasta Sabiñánigo, vio que la calculadora, ahora sí, funcionaba.
En la Hoz de Jaca, agonizando.
El resultado de la cábala certificó que bajar de siete horas sobre la bici sería complicado. Completamente solo ante aquellas rectas repecheadas y con viento en contra, la empresa era imposible, así es que esperó a que lo cazaran por detrás, y cuando vio que no había intención alguna de remar con fuerza, volvió a poner en práctica la jugada sucia y barriobajera del último recurso que ya pusiera en práctica antes del Portalet: pasó delante, aceleró con un relevo de manual, y cuando vio que la gente ya en fila india picaba y pasaba a la ayuda en perfecto orden, sacó el puro, puso los pies en la mesa y dijo, chavales, llevadme a casa.
Los minutos caían como piedras y los kilómetros pasaban lentos. Sabiñánigo 13, Sabiñánigo 10, Sabiñánigo 3. Aquello era un suplicio porque la frontera de las siete horas era muy corta, y la velocidad, aunque óptima, no permitía pensar en que fuera fácil. Alcanzamos la circunvalación, la contrameta, y evitando una última caída de algunos ansiosos que nadie sabe qué buscaban (qué desgracia, dejarte la piel en el asfalto a 300 metros del final), vio en su reloj las 6 horas y 59 minutos. No tuvo otra que esprintar como nunca lo había hecho, acostumbrado a pasar aquella meta con calma y sonriendo, satisfecho. El acelerón sirvió, y paró su crono en 6 horas 59 minutos y 47 segundos. A la espera del tiempo oficial, estaba dentro.´

Al final, 6h 59min 27s que le metían en un grupo selecto del que nunca pensó que podría formar parte. Y ya se lo había dicho a sí mismo durante el último mes: dadas las circunstancias, bajar de 7h 30min hubiese sido un buen resultado, hacerlo de 7 horas, algo excepcional. Así es que el herido en cuerpo y orgullo de hacía casi dos meses, cuando viajaba en ambulancia vestido de ciclista a un diagnóstico incierto, ahora se sentía feliz. Tremendamente agotado apoyado en una pared, escuchando a los que estaban e iban llegando, pensó que eso había sido para él una prueba de superación, y que solo el deporte al que tanto ama le podía poner esa prueba, y además superarla. Y sintió un orgullo inmenso cuando Patxi le dijo qué huevos tienes, y lo abrazó. Pensó que hay cosas que se hacen con amor.



4 comentarios:

Anónimo dijo...

Rafa yo creo que voy a tener las mismas sensaciones que tu al cruzar la meta este domingo en Austria. eso espero. Muy grande la cronica peleonnnn y picaronnn

Dani dijo...

espectacular crónica.. ché, mejor que te sigas haciendo líos con las matemáticas para saber si llegas o no pero sigas escribiendo crónicas como un verdadero escritor...
Dani

Anónimo dijo...

Enhorabuena Rafa!

Tienes muchos muchos huevos!

Carlos R.

José Vte. dijo...

Sin palabras me has dejado...

Disfrútalo. Enhorabuena.