21 septiembre 2012

Crónica del Triatlón Olímpico de Valencia: Del pánico al gusto

Tuve pánico. No era una cuestión de miedo sutil ni malestar general, sino horror. El agua, el mar, las bofetadas, la lucha submarina. Ese es un momento muy estresante. Demasiado. Estuve pensando mucho en ello, mentalizándome y asimilando conceptos, poco a poco y sin prisas, evitando los nervios cuando pretendían volver a la cabeza, y entonces concluí que el tiempo daba lo mismo, que lo importante era salir del agua, y luego luchar. En una palabra: sobrevivir.

En la cámara de llamadas me encontré con Fran Escudero, excompañero de Superdeporte. Incluso en aquel momento de mútuos ánimos, pensé en buscar un baño. Tenía una pelota estomacal de tres pares, con el corazón a mil y la boca seca. Ese momento de calor corporal rodeado de nerviosos triatletas como tú, pidiendo clemencia a los jueces, que se dejen de discursos y nos envíen al agua.



En el agua. Todos en fila, como aparcados en batería en la línea de salida antes de los 1.500m. Esperando el bocinazo. Yo, en la parte más alejada, casi solo, pegado al muro exterior, allá donde unos agujeros enormes en el hormigón algo dicen pero no escucho, con los pies colgando abajo, en la oscuridad del mar profundo. Pataleas, coges aire, respiras, te dices ya estoy aquí, no hay marcha atrás, y tras el bocinazo saltas en el agua y te pones a nadar.

Ritmo. Pausa y calma y posición. Ritmo. No mires, no pienses, no sufras. Nada. Nada como sabes: la mano cerrada, el codo, la caída del brazo, la fuerza de los hombros, la espalda, los pies lo justo. No gastes. Nada. Sigue esos pies de delante, aparta esos que tienes al lado. Nada. Cuando ya has cogido el ritmo, entonces levanta la cabeza, busca la boya amarilla, analiza si vas bien y sigue nadando. No sabes si la línea que llevas es la más recta, pero confías, y entonces buscas unos pies que lleven tu ritmo, y los sigues, y te pones detrás y entras en la inercia, alcanzas la boya y giras a la derecha, y buscas la siguiente, al fondo, en diagonal, rectifica la trayectoria, y sigue nadando, olvídate del tío al que has pegado, ignora al que te ha querido hundir para ganar la posición, elimina el entorno y nada.


En el siguiente giro, recta final y el barco de referencia, justo después la salida del agua, la rampa bendita. El barco se hace largo, los metros de eslora no se acaban, y lo sigues viendo, y observas al público que anima en el dique, los gritos los intuyes, los aplausos los sientes, y sigues escuchando el ritmo de guerra del agua en tus oídos, tu respiración sorda y el chapoteo y piensas ya está, no era para tanto.

La primera transición. Te agarras a la rampa en postura indigna, a cuatro patas para salir del agua, te yergues como puedes y luchas contra el mareo. Coges aire mientras te quitas gorro y gafas, pasas por la ducha que sabe a gloria y esbozas media sonrisa al público que anima. Como puedes, llegas a tu bici, te calzas el casco, las gafas, las zapatillas, metes el medio plátano en el camal del tritraje y sales disparado al trote. Allá en la línea que marcan los jueces, saltas sobre la bici y piensas: ahora, a muerte.



La bici. Son cuatro vueltas de 10km, salgo ávido de guerra, rabioso y encendido. Sangre en los ojos, boca abierta y, objetivamente, dándolo todo. No hay más. Pienso por un momento que el ritmo es demasiado alto, que la carrera a pie de después se me hará un infierno, pero admito que lo será de cualquier forma, así es que sigo al ritmo de loco. La cadencia de pedaleo no es la mía, habitualmente alta, sino espesa y baja, dando palazos al plato grande, agarrado al bajo del manillar y posición fija. Pam, pam, pam, pam. Adelanto grupos y nadie se pega a rueda. Voy como una moto. Sigo pensando en cada curva, en cada recta, en cada puente, que debo ir más rápido porque mis amigos, que han salido con los federados, irán en grupos buenos y por tanto más rápido que yo, que preveo, según veo en la primera vuelta, que me comeré los 40 kilómetros de ciclismo solo y sin relevos.



Paso a un tío que se me pone a rueda. Lo admito y sigo, pero en un momento de flaqueza le exijo un relevo. Me grita que no puede, algo de un radio roto, y cuando alcanzamos un grupo, me dice gracias, que yo me quedo aquí. Del grupo, nadie me sigue. Sigo pensando que al final, palmaré, y le doy unos golpes a las bielas que me hacen pensar en posible avería. Martillo hidráulico por doquier, sin medias tintas, siempre a tope. 38, 39, 40, 41, 42km/h, manteniendo ritmos, gestionando curvas a la perfección, muy concentrado, muy exigente, ¿demasiado?, pienso. Puede, pero ya se verá.


A tres vueltas para el final me pasa un ciclista. Lo dejo ir porque solo pienso en mi esfuerzo, en aquella brutalidad de pedaleo que Raúl tantas veces me ha enseñado. Cuando se me va dos, tres metros, reacciono y me exijo coger la única rueda que me ha adelantado. Si la sigo, es buen negocio. La cazo en esprint forzado, aguanto detrás intentando bajar pulsaciones y, cuando recupero, intuyendo miradas del tipo de refilón hacia atrás a ver qué pasa, le doy un relevo y le digo, venga, vamos, juntos. Él, que resultó ser Nacho Gutiérrez (exciclista profesional), asiente y nos compenetramos, pero duramos juntos media vuelta, porque en un paso de curva adelantando un grupo, se me escapa entre el tráfico y recuperar lo perdido es una quimera.


Sigo a lo mío, con la locomotora quemando leña a ritmo de ¡más madera, más madera! Continúo sorprendiéndome por adelantar grupos en los que detecto gente de calidad, o al menos en apariencia, y ninguno hace el ademán de seguirme. Tanto mejor, menos lastre, pienso, aunque reconozco que las piernas agradecerían un relevo. Me pongo a rueda de un grupete para tomarme un respiro, saco el medio plátano, me lo como, y mientras mastico, bajo dos piñones y cambio el ritmo. Nadie a la sombra.


Así ando, pensando constantemente que mis amigos irán más rápido y exigiéndome, por eso, siempre un punto más, cuando en la parte final de la tercera vuelta alcanzo a Nacho Gutiérrez, quien se me había escapado. Al verme llegar por detrás me indica con la mano que me ponga a rueda. Le grito algo que significa conformidad y que no recuerdo, y nos ponemos otra vez al lío. En la recta de meta, donde más público hay, se emociona y me lanza a más de 45km/h, y le grito “¡me estás soltando!, ¡me estás soltando!”. Se gira, me mira, reduce, y le doy un relevo que será el último, porque el tío va en AVE y no me llega la madera para tanta potencia. Se va irremediablemente. Me pregunto, ya que en ese momento no sabía quién era, ¿quién coñe es este animal? Lo tengo a diez metros por delante, cojo un grupo que va a buen ritmo y les pido que vayamos en orden a por ese, que es buena rueda. Dos de ellos me miran pero no reaccionan, y los otros cuatro o cinco ni levantan la mirada. Viendo el percal, salto sacando fuerzas no sé de dónde y me voy a por Gutiérrez.


No lo alcanzo, pese a los palazos que voy pegando, y viendo el percal decido seguir pasando gente como si fuera un loco. A media vuelta de acabar el sector de ciclismo, bebo, pongo el bidón en el sitio y el portabidones se parte, se cae y me deja seco. No importa, pienso, esto ya está.

Segunda transición. Trote hasta la posición, me pongo calcetines y zapatillas, para lo cual me siento. Suelto casco, giro el dorsal y salgo. ¡Mierda! Me he dejado la gorra y hace un sol de narices. Asumo el error y sigo corriendo. Salgo de la transición y las piernas avisan: chaval, vas a flipar.

Correr. La sangre no fluye, la respiración se calma, el ritmo es bajo, pero los pies no se levantan dos palmos del suelo. Las rodillas trabajan, pero sin técnica ni brío, y el ritmo que hay es el que debe asumirse. Así, veo en contradirección a Patxi, a Borso, a Samu y a Javi, y a la segunda vuelta detecto que no solo no gano tiempo con ellos, sino que pierdo. ¿Acaso esperaba otra cosa? El ritmo infernal de la bici lo ha hipotecado todo, así es que ando tirando de inercia. Samu me saca tiempo, Borso no lo sé porque su cara es un poema, Patxi ni hablamos, y solo veo que Javi, al que alcanzaría más tarde, va tocado. 10 kilómetros son tantos como para hacerse eternos.


Se acaba. Llego al final y al atravesar la meta están mis padres y mis tíos. Me abrazan, me besan, me animan. Estoy empapado en sudor pero les da igual, me gusta, cojo aire, les cuento, me cuentan, hablamos, qué bestia, qué bueno, qué tal, qué bien. Veo a mis amigos, los saludo y oigo que Patxi ha quedado quinto. Estoy tan débil que me hundo emocionado. Lloro como un crío, algunos ríen, otros no lo entienden, otros me abrazan, pero es que ha quedado quinto, amigo, deportista, exigente y con una clase de grande. En lo único que nos parecemos el resto a él es en que somos valientes. Y otro triatlón olímpico a la saca.

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