29 agosto 2011

El Veleta: 3.395,68 metros

3.400 metros de altitud, metro arriba metro abajo; y casi sin querer.

Por una de aquellas cosas difíciles de explicar, un día de este verano me vi en una calle de Granada, notando el fresco de la mañana y acompañado por dos amigos, los tres mirando al cielo y pensando en el pico Veleta. 3.400 metros de altitud, 50km de ascensión desde la misma ciudad, 2.700 metros de desnivel.

Este camino hacia lo desconocido fue más fácil de lo que ninguno de los tres podríamos haber previsto. La ascensión fue un paseo por aquella autopista por la que, el mismo día, iban a subir los ciclistas de la Vuelta a España directos a la meta de Pradollano. En aquel mínimo ambiente de precarrera (la Vuelta no le llega ni a la suela de los zapatos al Tour, donde en una etapa así hubiera habido lleno absoluto desde días anteriores), hicimos una ascensión tranquila, con cada uno de nosotros buscando qué nos decía el cuerpo y pensando en cómo adecuarnos a las nuevas sensaciones que tendríamos una vez superáramos los 2.000 metros de altitud.

Javi, en la cima: a la izquierda, el punto geodésico, a la derecha, el Mulhacén.

Sin embargo, nada variaba según subíamos. Superamos Pradollano, luego el Centro de Alto Rendimiento, y más tarde llegamos a la barrera que indicaba el cambio de asfalto. De la tranquilidad absoluta pasamos al estrés constante, porque el firme mudó, pasó a ser rugoso, resquebrajado, pedregoso y con tierra en las curvas, y el viento se anunció de golpe como un compañero de viaje de malas pulgas.

Exactamente, a 3.395,68 metros sobre el nivel del mar.

Cada cambio de dirección era una suplicio, porque las rachas de viento eran muy fuertes, en ocasiones peligrosas, y en aquel continuo seseo hacia la cima Eolo parecía ser el rey de la fiesta. La velocidad de crucero bajó a los 9km/h, pero la calma nos hizo coronar con toda tranquilidad. Los últimos 500 metros se convirtieron en tierra negra en un paisaje lunar, y aun con las bicis de carretera y aquellas ruedas finas, porfiamos en la ascensión sin pensar en un pinchazo o un reventón que, en aquel momento, hubiera sido fatal. A apenas 200 metros del final, las ruedas patinaban de tal manera que pusimos pie a tierra, nos descalzamos y coronamos como tantos otros que, como nosotros, estaban allí para subir un pico que no se conquista todos los días.

Samu, al final de la pista donde se deja la bici y se sube a la cima en apenas dos minutos.

El Mulhacén al fondo y el sol arriba, un poco más cerca.

En la cima, la descripción es simple: piedra cortante, colores entre marrón y gris, todo uniforme, unas rocas que dan al punto geodésico, una vista kilométrica, al fondo el Mulhacén (3.478 metros, el más alto de la Península), una plataforma de obra donde descansar el cuerpo y el alma a la vista que se ofrece, una caseta pequeña, un cielo azul eterno con una línea gris un poco más abajo, tal vez contaminación, tal vez simples nubes; hacia el Sur, el mar, que dicen que a veces se ve, y arriba un sol de justicia, duro y seco.

Después de disfrutar de la cima, el descenso. A pie la primera parte, en bici lo demás. Bajada en tensión por el mal estado del asfalto y por el viento racheado, por el miedo a pinchar o al reventón, con dolores en los hombros, en los dedos, en las muñecas; y la boca seca, siempre entre un terreno desértico donde solo destacan los postes de los telesillas que en invierno cargan a los esquiadores, y las barreras de madera que delimitan las pistas, hoy de piedra suelta. Agua y calma, aferrados al manillar que te une al mundo, mirando de reojo a la siguiente curva, analizando por dónde nos vendrá el viento, esperando el golpe y reaccionando, para mantenerse en equilibrio. Poco después de aquella bajada estábamos en la cuneta animando al pelotón de la Vuelta a España que subía raudo a Pradollano. Como si nada.

1 comentario:

Samuel dijo...

Gran crónica, Rafa! Yo tengo que decir que estoy impresionado de que lo hayamos logrado. Para mí, subir al Veleta era un reto importante, algo para lo que debía prepararme a conciencia y claro, resulta que va y lo hacemos de repente, casi sin pensar, con una buena etapa el día anterior ... pues que casi no me lo creo. Es increíble lo que el cuerpo humano puede dar de sí. Al empezar la etapa, estaba prácticamente convencido de que no llegaría a la cima, pero eso sí, quería llegar tan arriba como pudiese. Me tomé la ascensión con calma, haciendo un buen tramo con mi padre y su amigo Raimundo, muy tranquilos. Luego ya seguí por mi cuenta a partir del collado de las Sabinas. No iba mal de fuerzas, pero tampoco iba sobrado. Lo pero para mí fue cuando me equivoqué en el desvío y no sólo bajé a Borreguiles si no que además subí hasta la estación meteorológica de la Loma de Dílar, pasando unas rampas con unas rachas de viento que me dejaron muy tocado. Al llegar allí y ver que me había equivocado me cabreé mucho, porque pensaba que por esas fuerzas que había desperdiciado, ya no iba a poder coronar. Tomé camino de vuelta y esta vez sí tomé el desvío correcto. A partir de ahí ya sufrí mucho, iba leeeento, muy leeento y me quedaba poca agua, que iba dosificando como podía. No sabía exactamente cuánto quedaba y me iba autoengañando: "a ver si después de este repecho ya se ve el final de la carretera". Pero el final no llegaba... hasta que llegó, camino de tierra, y no hubo más remedio que bajar de la bici. En la última curva, Rafa y Javi me reciben con alegría mientras toman el sol en una piedra de aspeto lunar.