25 agosto 2011

El barrio

Por el barrio de Valencia, paso por diferentes comercios, uno de frutas y verduras regentado por paquistaníes, la caseta del cupón de la ONCE, un bazar chino, una tienda de electricidad, un quiosco, una panadería, otra, una tienda de plantas, una inmobiliaria venida a menos, otra frutería, una peluquería unisex, una oficina de obras y chapuzas, una tienda de restauración de muebles, una mercería, una ferretería, un bar, otro, luego otro, luego otro, y otro más donde antes había una librería, un taller mecánico, una zapatería, un banco, una tienda de muebles, una de ventanas, una alpargatería, el ambulatorio, una tienda de deportes, otra de chinos, una de móviles Movistar, una de Orange, una de Vodafone, otro bar, un Mercadona, una tienda de compra de oro, más quioscos, un estanco, otro bar, otro centro médico, otra panadería...

Mientras un ojo mira a los establecimientos, el otro examina al personal. Un hombre ciego cruza la calle en diagonal tanteando el terreno con dificultades, desorientado, mientras otro bajito, camiseta de tirantes, gorra de propaganda, barriga prominente, chanclas, pantalón corto, bigote canoso, moreno mediterráneo y con cigarro a medias en los labios, corre para auxiliarlo y enderezarle el rumbo; un perro observa la escena mientras mea en la rueda de un coche aparcado en batería, y su amo sigue los movimientos, sin disimulo, de una chica alta, de pierna larga y hermosa, falda corta y camiseta de tirantes, que pasa por delante de él contoneándose, parapetada en sus inmensas gafas de sol sintiéndose bella y centro de las miradas de un estudiante que la adelanta con la bici por la acera y de la partida de cartas que componen cuatro hombres en la terraza de un bar; una señora obesa, con las dos manos apoyadas en el carro de la compra, camina con dificultades pensando en cómo subir las escaleras hasta el tercero, otra vez, cargada como va, y un poco más allá aparece una pareja de mujeres, la una anciana, 80 años, mirada perdida y balbuceo, la otra de mediana edad, sudamericana, que lleva del brazo a la señora con aires de paciencia y resignación pero también de cariño, vislumbrando ya el banco del parque donde los niños juegan entre algodones a no hacerse daño, pese a intentarlo; un policía local cruza a paso ligero en dirección al coche patrulla, mientras al girar la esquina el sol del mediodía veraniego golpea con fuerza: la acera soleada está desierta, mientras que en la sombría la gente se cruza inadvertida, mientras sobre el asfalto los coches que esquivan a los vehículos en doble fila esperan bajo la sombra de un árbol a que el semáforo cambie a verde; en un banco, un gitano sentado en el respaldo toca la guitarra gimoteando, acompañado por una choni que lo mira orgullosa bajo su pelo quemado por el tinte amarillo, y un mascachapas sin camiseta y cientos de tatuajes guapos, collar de oro y bañador de flores, chanclas, gafas de sol de palmo y medio y gomina, pelopincho hacia el cielo, sentado en su scooter de gran cilindrada y con un pitt-bull a sus pies, sobrevolando la escena el intenso olor del porro que sostiene entre los dedos.

Como en Andorra.

2 comentarios:

petry dijo...

De eso nada. Seguro que en otros barrios no hay tanto ruido como hay en este.
Me apuesto lo que quieras que a ruidos no nos gana nadie.

Anónimo dijo...

Sí yo soy el anónimo que ya tienes localizado. Leyendo y volviendo a leer estas pequeñas reflexiones o comentarios, no se si estoy, y dudo si estoy en el rincon de Rafa Mora con sus "Batallitas" o en el de un escritor de literatura ya consagrado de esos que se llaman consagrados.Bueno que a mi me gusta a pesar de que no se plasmen los ruidos, quias sea porque no era la hora.