Por una de aquellas cosas difíciles de explicar, un día de este verano me vi en una calle de Granada, notando el fresco de la mañana y acompañado por dos amigos, los tres mirando al cielo y pensando en el pico Veleta. 3.400 metros de altitud, 50km de ascensión desde la misma ciudad, 2.700 metros de desnivel.
Este camino hacia lo desconocido fue más fácil de lo que ninguno de los tres podríamos haber previsto. La ascensión fue un paseo por aquella autopista por la que, el mismo día, iban a subir los ciclistas de la Vuelta a España directos a la meta de Pradollano. En aquel mínimo ambiente de precarrera (la Vuelta no le llega ni a la suela de los zapatos al Tour, donde en una etapa así hubiera habido lleno absoluto desde días anteriores), hicimos una ascensión tranquila, con cada uno de nosotros buscando qué nos decía el cuerpo y pensando en cómo adecuarnos a las nuevas sensaciones que tendríamos una vez superáramos los 2.000 metros de altitud.
Sin embargo, nada variaba según subíamos. Superamos Pradollano, luego el Centro de Alto Rendimiento, y más tarde llegamos a la barrera que indicaba el cambio de asfalto. De la tranquilidad absoluta pasamos al estrés constante, porque el firme mudó, pasó a ser rugoso, resquebrajado, pedregoso y con tierra en las curvas, y el viento se anunció de golpe como un compañero de viaje de malas pulgas.
Cada cambio de dirección era una suplicio, porque las rachas de viento eran muy fuertes, en ocasiones peligrosas, y en aquel continuo seseo hacia la cima Eolo parecía ser el rey de la fiesta. La velocidad de crucero bajó a los 9km/h, pero la calma nos hizo coronar con toda tranquilidad. Los últimos 500 metros se convirtieron en tierra negra en un paisaje lunar, y aun con las bicis de carretera y aquellas ruedas finas, porfiamos en la ascensión sin pensar en un pinchazo o un reventón que, en aquel momento, hubiera sido fatal. A apenas 200 metros del final, las ruedas patinaban de tal manera que pusimos pie a tierra, nos descalzamos y coronamos como tantos otros que, como nosotros, estaban allí para subir un pico que no se conquista todos los días.
En la cima, la descripción es simple: piedra cortante, colores entre marrón y gris, todo uniforme, unas rocas que dan al punto geodésico, una vista kilométrica, al fondo el Mulhacén (3.478 metros, el más alto de la Península), una plataforma de obra donde descansar el cuerpo y el alma a la vista que se ofrece, una caseta pequeña, un cielo azul eterno con una línea gris un poco más abajo, tal vez contaminación, tal vez simples nubes; hacia el Sur, el mar, que dicen que a veces se ve, y arriba un sol de justicia, duro y seco.