
El otro día en el trabajo -perdonad que vuelva al tema y recupere mi lenguaje agresivo que tan poco gusta- tuvimos una reunión con los jefes para analizar diversos temas. Mi compañero de Deportes y yo nos vimos cara a cara con el subdirector y el redactor jefe. La verdad es que el cónclave fue, al menos para mí, muy gratificante pese a que hubo críticas de todo tipo y pese a que hubo tiras y aflojas. Salí de aquel despacho más animado, con la sinceridad que reclamo de los jefes puesta sobre la mesa, y sin medias palabras que dejan resquicios a las malas interpretaciones. El agua fue clara, cristalina.

De entre todas las cosas, quisiera destacar un comentario que, este sí, me sacó de quicio: "Es injusto que haya algunas personas que se vayan a las siete o siete y media de la tarde a su casa mientras los demás están más tiempo, y que luego vengan al día siguiente diciendo que tienen que buscar temas". Y estalló la bomba. Me lo puso en bandeja. No pude evitarlo. Salté. Evidentemente poca gente hay en la redacción excepto quien suscribe y alguno más que a las siete o siete y media recoja sus trastos y se pire a casa, entre otras cosas porque si lo hicieran se aburrirían como ostras entre sus cuatro paredes, ya que su mundo no parece ir mucho más allá de la torre de cristal en la que trabajamos. Como en la redacción se mantiene el vínculo social, allí permanecen por tiempo indefinido hasta que se hastían y deciden volar (de una puñetera vez). Yo soy aquel, que diría Raphael, el de las siete o siete y media.


Aquí se abrió la veda del reproche. Intentando que no se me llenara la boca de rabiosa espuma, contesté con un gran intento de controlar mi ira que qué me estaba contando de injusto, que si le parecía injusto que el de las siete o siete y media acabara antes que los demás porque no pierde su tiempo en cigarritos y cafés, y que si no le parecía que, después de exponerle el sistema de trabajo de cualquier periodista cigarritero y cafetero -11.00: reunión; 11.30: café; 12.00: redacción con dos o tres cigarritos; 13.30, a casa; 16.00, redacción con dos o tres cigarritos; 17.30, café; 18.00, verdulería, mercadillo, marujeos varios; 18.30, grito del imbécil de Deportes, que intenta concentrarse; 18.35, redacción con cigarrito y raje al imbécil de Deportes; 19.30, adiós al imbécil de Deportes; 20.00, redacción porque, ahora sí, hay que escribir porque es tarde, con cigarritos, claro, mientras el imbécil de Deportes coge el bus para llegar a casa; 20.30, redacción mientras el imbécil de Deportes desconecta en el gimnasio o en la piscina, 21.30, redacción mientras el imbécil de Deportes hace la cena, 22.00, redacción mientras el imbécil de Deportes cena-, tal vez era injusto lo contrario y, puestos a vacilar, si no se le debían horas al que se iba a las siete o siete y media. Coño.

Aun un día, antes de todo esto, tuve que escuchar alguna insinuación respecto al por qué cuando el imbécil de Deportes acababa no se dignaba a ofrecerse a ayudar a un compañero. No faltaba más. No puedo parar de reír, no porque no me parezca bien, si no porque no me imagino al que acaba a las siete o siete y media echándole una mano al que se ha estado tocando sus partes durante varios momentos del día. Entonces sí sería un imbécil. El de las siete o siete y media.
