28 septiembre 2012

Albert Llovera

Albert Llovera es ese hombre que va en silla de ruedas desde hace casi veinte años por un accidente de esquí, que hoy tiene una ortopedia, es piloto de rallis en el Campeonato de España pero lo ha sido durante muchas temporadas en el Mundial, y que además es andorrano, por lo cual tenemos contacto asiduo con él por ser deportista y, sobre todo, accesible y atento.

Es una persona admirable por lo que hace, pero cuando hablas con él cara a cara percibes multiplicada por mil la emoción que pone en cada cosa. Él aporta una imagen de vitalidad extraordinaria pero por dentro lleva sus problemas. De vez en cuando, sin embargo, se sincera y te cuenta las heridas que se hace en las piernas y que no nota, los dolores en la espalda y en los brazos por el continuo esfuerzo, las sesiones de fisioterapia, los tratamientos, los espasmos, las visitas a los médicos, las dificultades para ir a mear incluso para mantener relaciones sexuales. El aprendizaje que le ha supuesto todo, que le supone y que le supondrá, porque la vida sigue.

Siempre te saluda con una sonrisa, y no pocas veces le he notado emocionarse. Un ejemplo fue el Ralli de Finlandia de 2011 correspondiente al Mundial. Sus dificultades para competir en una prueba así son económicas y por ende también logísticas, así es que el hombre para esa edición se buscó la vida como siempre hace -una vez, en su despacho, le hice una entrevista mientras contestaba correos para gestionar su participación en el Ralli de Alemania-, subió a su coche de serie, cruzó media Europa, cogió un ferry en el mar del Norte y apareció en Finlandia donde su equipo. Para competir.

Aquel esfuerzo lo hizo solo, conduciendo de día y de noche para llegar al destino, y después, ponerse de nuevo al volante. En Finlandia las cosas no fueron bien, tuvo problemas mecánicos y lo pasó fatal, porque el coche no le permitió hacer nada o casi nada en una carrera que es para él el no va más de las carreras, con aquellas pistas y aquellos cambios de rasante y aquellas curvas que le emocionan al derrapar.

Lo llamé desde la redacción del periódico mientras él volvía a Andorra, de nuevo conduciendo su coche, y triste por lo que había pasado. En la conversación, acabó por callar por un momento y escuché que lloraba. Estaba dolido con la prensa por un malentendido en el que creyó que se decía de él que había ido a Finlandia a ser último, cuando la intención del medio no fue esa y ni siquiera se dijo eso, pero él, desde la distancia, no tenía manera de comprobar que no era así, se hizo una idea equívoca del asunto y estaba dolido. Tan dolido que explotó, por eso y porque las cosas no habían salido bien pese al inhumano esfuerzo de cruzarse Europa entera en coche, coger un barco de 10 horas y plantarse en la línea de salida para que luego la mecánica dijera hola, no estoy.

Vi entonces al Llovera luchador que sabe rehacerse, porque mientras le escuchaba entre lágrimas e intentaba consolarlo y animarlo, yo estaba convencido de que él saldría una vez más de esta. Es una persona tan alegre, tan feliz, tan sumamente entregada a lo que hace, que saca provecho de todo lo bueno que puede recibir de lo que hace.

Hace poco vivió la grandísima alegría de ver a su hija Cristina debutar en unos Juegos Olímpicos. Fue en Londres, donde con 15 años se plantó en las series de los 100 metros lisos sin desentonar, a poco de batir su marca personal, y ante 60.000 personas en el estadio, y millones a través de la televisión, entre ellos su país entero emocionado al verla.

Al hablar con él sobre aquella experiencia olímpica de su hija, volvió a emocionarse. Era un padre orgulloso, un hombre que también fue olímpico en Sarajevo'84 en esquí alpino, igual que la madre de su hija, Claudina, que compitió también en esquí en Calgary'88. Era una familia olímpica al completo en aquel estadio londinense ya abarrotado a primera hora de la mañana. "Abrazé a mis padres como si se acabara el mundo", me dijo la jovencísima Cristina cuando le pregunté por aquellos momentos. Una persona que ha heredado de Albert un espíritu feliz. Podéis comprobar lo que digo viendo "Las Alas del Fénix", documental que se le hizo hace unos años.


24 septiembre 2012

Duatlón Ordino-Casamanya

Un via crucis, en sentido metafórico y real, es un calvario. La palabra calvario tiene una connotación negativa, de sufrimiento. Sufrimiento es lo que pasa el cuerpo cuando le das mucho tute, pero si ese sufrimiento es buscado y, por tanto, al final del esfuerzo, placentero, la satisfacción es lo que queda. Y el fin de semana fue exactamente eso. Duatlón sábado, triatlón domingo. Aquí, la crónica del duatlón.

La salida: los buenos, delante.

El sábado el Duatló de Ordino-Casamanya fue el primer plato. Diez kilómetros de bici por el puerto de montaña del Coll d’Ordino a una media del 8% de pendiente, a tope, y luego más explosivo aún, subir a pie desde los 1.800 metros de altitud hasta los 2.740 en dos kilómetros y pico, por pura montaña andorrana hasta el Casamanya. Total, un desnivel de 1.400 metros.

Sara Garcia me alcanza, me pasa y se va.
 
Con la bici fui de más a menos, claramente. Empecé con unas sensaciones geniales, incluso adelantando a algunos que son, indiscutiblemente, mucho más rápidos que yo. Luego vi una rueda buena a pocos metros, y me fui a por ella, pero al alcanzarla me di cuenta de que iba justito. Empecé a pasarlo mal, y perdí comba. Sufría mucho por mantenerme, y al final, lo típico: cedes un palmo, dos palmos, un metro, y ya estás fuera de juego.

 En esta imagen, Verónica Villar, que fue la tercera mujer clasificada.
 
Las bicis reposan, después del primer esfuerzo.

Visto lo visto, subí piñones, decidí regular las pulsaciones, y me puse a subir sin prisas, pero sin pausas. Antes de coronar, algunos de los que había adelantado al principio, ya estaban delante de mí.

En la transición lancé la bici a los de la organización, que te la piden a grito pelado. Brinco aquí, brinco allá, cogí zapatillas y bastón y para arriba a correr. “No me adelantes”, le bromeé a uno. Sin dudarlo, en la primera pendiente dura entre el bosque, me pasó y adiós muy buenas.

Calzándome y diciéndole a Jaume: "No me adelantes". No me respetó...

Hice la ascensión con ritmo fuerte, trotando cuando me daba la gana porque me notaba vago, y sobre todo cuando se podía, que no era siempre. Al principio, por el bosque, aún se puede correr por la senda, pero después llega la primera pared, que conecta con la segunda, la tercera y luego la cuarta, y ahí vas lo que vas, y si vas.

Aquí la senda entre el bosque, camino de la primera pared.

Edu Barceló, un fenómeno, dándolo todo en la primera parte dura.

Me cogió Sara Garcia, una valenciana que me presentaron hace un año en las fiestas de Alfarrasí y que entonces me dijo que se iba a vivir a Andorra con su novio. Los dos, él tirando de ella, me saludaron mientras yo les daba palique en aquella ascensión. “Después hablamos”, dijo ella, “que ahora no puedo”.

Noel, novio de Sara, justo al pasarme... yo voy resignado y feliz.

Era una cuestión de mentalidades, claro, porque ella iba a ganar en mujeres, y lo hizo, mientras que yo estaba en ese punto en el que piensas que, más pronto o más tarde, llegas a la meta. Sin estrés.

Al final coroné en el puesto número 20 de 36, con 1h 28min 59s, tres minutos peor tiempo que mi mejor registro de hace unos años. La bajada hasta el coche, donde esperaba la Pepa, que había estado viendo la carrera por la montaña y animando como siempre, fue un auténtico placer por aquellas sendas.
El podio masculino y femenino, con las 'autoridades'.

Y es posible que pienses, que menudas bestias, que qué barbaridad. Pues te informaré que en la foto de arriba, el de la izquierda es el señor ministro de Turismo de Andorra, que participó con honor, todo sea dicho, y el de aquí abajo justo es un mito de 75 años que ni mucho menos quedó el último. Baldomer Vallverdú. Si no lo conoces, deberías, porque entonces pensarás que el mundo está hecho para disfrutar dándole al cuerpo y a la mente lo que le pida y con la moderación adecuada. Un ejemplo.
Baldomer Vallverdú, con sus 75 años y a todo tren: 1h 48min.
 
 

21 septiembre 2012

Crónica del Triatlón Olímpico de Valencia: Del pánico al gusto

Tuve pánico. No era una cuestión de miedo sutil ni malestar general, sino horror. El agua, el mar, las bofetadas, la lucha submarina. Ese es un momento muy estresante. Demasiado. Estuve pensando mucho en ello, mentalizándome y asimilando conceptos, poco a poco y sin prisas, evitando los nervios cuando pretendían volver a la cabeza, y entonces concluí que el tiempo daba lo mismo, que lo importante era salir del agua, y luego luchar. En una palabra: sobrevivir.

En la cámara de llamadas me encontré con Fran Escudero, excompañero de Superdeporte. Incluso en aquel momento de mútuos ánimos, pensé en buscar un baño. Tenía una pelota estomacal de tres pares, con el corazón a mil y la boca seca. Ese momento de calor corporal rodeado de nerviosos triatletas como tú, pidiendo clemencia a los jueces, que se dejen de discursos y nos envíen al agua.



En el agua. Todos en fila, como aparcados en batería en la línea de salida antes de los 1.500m. Esperando el bocinazo. Yo, en la parte más alejada, casi solo, pegado al muro exterior, allá donde unos agujeros enormes en el hormigón algo dicen pero no escucho, con los pies colgando abajo, en la oscuridad del mar profundo. Pataleas, coges aire, respiras, te dices ya estoy aquí, no hay marcha atrás, y tras el bocinazo saltas en el agua y te pones a nadar.

Ritmo. Pausa y calma y posición. Ritmo. No mires, no pienses, no sufras. Nada. Nada como sabes: la mano cerrada, el codo, la caída del brazo, la fuerza de los hombros, la espalda, los pies lo justo. No gastes. Nada. Sigue esos pies de delante, aparta esos que tienes al lado. Nada. Cuando ya has cogido el ritmo, entonces levanta la cabeza, busca la boya amarilla, analiza si vas bien y sigue nadando. No sabes si la línea que llevas es la más recta, pero confías, y entonces buscas unos pies que lleven tu ritmo, y los sigues, y te pones detrás y entras en la inercia, alcanzas la boya y giras a la derecha, y buscas la siguiente, al fondo, en diagonal, rectifica la trayectoria, y sigue nadando, olvídate del tío al que has pegado, ignora al que te ha querido hundir para ganar la posición, elimina el entorno y nada.


En el siguiente giro, recta final y el barco de referencia, justo después la salida del agua, la rampa bendita. El barco se hace largo, los metros de eslora no se acaban, y lo sigues viendo, y observas al público que anima en el dique, los gritos los intuyes, los aplausos los sientes, y sigues escuchando el ritmo de guerra del agua en tus oídos, tu respiración sorda y el chapoteo y piensas ya está, no era para tanto.

La primera transición. Te agarras a la rampa en postura indigna, a cuatro patas para salir del agua, te yergues como puedes y luchas contra el mareo. Coges aire mientras te quitas gorro y gafas, pasas por la ducha que sabe a gloria y esbozas media sonrisa al público que anima. Como puedes, llegas a tu bici, te calzas el casco, las gafas, las zapatillas, metes el medio plátano en el camal del tritraje y sales disparado al trote. Allá en la línea que marcan los jueces, saltas sobre la bici y piensas: ahora, a muerte.



La bici. Son cuatro vueltas de 10km, salgo ávido de guerra, rabioso y encendido. Sangre en los ojos, boca abierta y, objetivamente, dándolo todo. No hay más. Pienso por un momento que el ritmo es demasiado alto, que la carrera a pie de después se me hará un infierno, pero admito que lo será de cualquier forma, así es que sigo al ritmo de loco. La cadencia de pedaleo no es la mía, habitualmente alta, sino espesa y baja, dando palazos al plato grande, agarrado al bajo del manillar y posición fija. Pam, pam, pam, pam. Adelanto grupos y nadie se pega a rueda. Voy como una moto. Sigo pensando en cada curva, en cada recta, en cada puente, que debo ir más rápido porque mis amigos, que han salido con los federados, irán en grupos buenos y por tanto más rápido que yo, que preveo, según veo en la primera vuelta, que me comeré los 40 kilómetros de ciclismo solo y sin relevos.



Paso a un tío que se me pone a rueda. Lo admito y sigo, pero en un momento de flaqueza le exijo un relevo. Me grita que no puede, algo de un radio roto, y cuando alcanzamos un grupo, me dice gracias, que yo me quedo aquí. Del grupo, nadie me sigue. Sigo pensando que al final, palmaré, y le doy unos golpes a las bielas que me hacen pensar en posible avería. Martillo hidráulico por doquier, sin medias tintas, siempre a tope. 38, 39, 40, 41, 42km/h, manteniendo ritmos, gestionando curvas a la perfección, muy concentrado, muy exigente, ¿demasiado?, pienso. Puede, pero ya se verá.


A tres vueltas para el final me pasa un ciclista. Lo dejo ir porque solo pienso en mi esfuerzo, en aquella brutalidad de pedaleo que Raúl tantas veces me ha enseñado. Cuando se me va dos, tres metros, reacciono y me exijo coger la única rueda que me ha adelantado. Si la sigo, es buen negocio. La cazo en esprint forzado, aguanto detrás intentando bajar pulsaciones y, cuando recupero, intuyendo miradas del tipo de refilón hacia atrás a ver qué pasa, le doy un relevo y le digo, venga, vamos, juntos. Él, que resultó ser Nacho Gutiérrez (exciclista profesional), asiente y nos compenetramos, pero duramos juntos media vuelta, porque en un paso de curva adelantando un grupo, se me escapa entre el tráfico y recuperar lo perdido es una quimera.


Sigo a lo mío, con la locomotora quemando leña a ritmo de ¡más madera, más madera! Continúo sorprendiéndome por adelantar grupos en los que detecto gente de calidad, o al menos en apariencia, y ninguno hace el ademán de seguirme. Tanto mejor, menos lastre, pienso, aunque reconozco que las piernas agradecerían un relevo. Me pongo a rueda de un grupete para tomarme un respiro, saco el medio plátano, me lo como, y mientras mastico, bajo dos piñones y cambio el ritmo. Nadie a la sombra.


Así ando, pensando constantemente que mis amigos irán más rápido y exigiéndome, por eso, siempre un punto más, cuando en la parte final de la tercera vuelta alcanzo a Nacho Gutiérrez, quien se me había escapado. Al verme llegar por detrás me indica con la mano que me ponga a rueda. Le grito algo que significa conformidad y que no recuerdo, y nos ponemos otra vez al lío. En la recta de meta, donde más público hay, se emociona y me lanza a más de 45km/h, y le grito “¡me estás soltando!, ¡me estás soltando!”. Se gira, me mira, reduce, y le doy un relevo que será el último, porque el tío va en AVE y no me llega la madera para tanta potencia. Se va irremediablemente. Me pregunto, ya que en ese momento no sabía quién era, ¿quién coñe es este animal? Lo tengo a diez metros por delante, cojo un grupo que va a buen ritmo y les pido que vayamos en orden a por ese, que es buena rueda. Dos de ellos me miran pero no reaccionan, y los otros cuatro o cinco ni levantan la mirada. Viendo el percal, salto sacando fuerzas no sé de dónde y me voy a por Gutiérrez.


No lo alcanzo, pese a los palazos que voy pegando, y viendo el percal decido seguir pasando gente como si fuera un loco. A media vuelta de acabar el sector de ciclismo, bebo, pongo el bidón en el sitio y el portabidones se parte, se cae y me deja seco. No importa, pienso, esto ya está.

Segunda transición. Trote hasta la posición, me pongo calcetines y zapatillas, para lo cual me siento. Suelto casco, giro el dorsal y salgo. ¡Mierda! Me he dejado la gorra y hace un sol de narices. Asumo el error y sigo corriendo. Salgo de la transición y las piernas avisan: chaval, vas a flipar.

Correr. La sangre no fluye, la respiración se calma, el ritmo es bajo, pero los pies no se levantan dos palmos del suelo. Las rodillas trabajan, pero sin técnica ni brío, y el ritmo que hay es el que debe asumirse. Así, veo en contradirección a Patxi, a Borso, a Samu y a Javi, y a la segunda vuelta detecto que no solo no gano tiempo con ellos, sino que pierdo. ¿Acaso esperaba otra cosa? El ritmo infernal de la bici lo ha hipotecado todo, así es que ando tirando de inercia. Samu me saca tiempo, Borso no lo sé porque su cara es un poema, Patxi ni hablamos, y solo veo que Javi, al que alcanzaría más tarde, va tocado. 10 kilómetros son tantos como para hacerse eternos.


Se acaba. Llego al final y al atravesar la meta están mis padres y mis tíos. Me abrazan, me besan, me animan. Estoy empapado en sudor pero les da igual, me gusta, cojo aire, les cuento, me cuentan, hablamos, qué bestia, qué bueno, qué tal, qué bien. Veo a mis amigos, los saludo y oigo que Patxi ha quedado quinto. Estoy tan débil que me hundo emocionado. Lloro como un crío, algunos ríen, otros no lo entienden, otros me abrazan, pero es que ha quedado quinto, amigo, deportista, exigente y con una clase de grande. En lo único que nos parecemos el resto a él es en que somos valientes. Y otro triatlón olímpico a la saca.

05 septiembre 2012

Abrazo perruno

Lo mejor sería tener una imagen, pero intentaré ilustrarla de la mejor manera posible. El hombre está arrodillado en el suelo abrazando a su perro negro de talla mediana, que se levanta sobre las dos patas traseras y envuelve a su amo con las delanteras. Lo que le dan, claro. Se mantienen en esa posición de abrazo sin mover ni un músculo, estáticos, durante un buen rato. Cuando digo un buen rato, digo, como mínimo, el tiempo que tardo en aparcar con una sonrisa al verlos, entrar en casa, recoger la basura y volver a salir a la calle para echarla al contenedor, y allí siguen en idéntica posición, con aquel abrazo.

¿Qué piensa el perro? Que le quieren, supongo. ¿Qué piensa el amo? Que le da cariño al animal, entiendo. Es una imagen tan preciosa que si los vuelvo a ver, les haré una foto. Y ya aviso, que los suelo ver habitualmente en esa postura. Tal vez sea como un ritual, en el que él saca a pasear al perro y al final, o antes, se produce ese momento de amor, tal vez como premio. Quién sabe.

03 septiembre 2012

Los nervios previos a un triatlón


Queda menos de una semana para el triatlón olímpico de Valencia. Tengo unos nervios importantes, pero ahora debo dedicar los días que quedan a relajarme, a pensar en disfrutarlo, a acabar.

Pero es mentira. Saldré nervioso porque tengo miedo a ese agua negruzca y a tanta gente a mi alrededor queríéndome pegar, ahogar o entorpecer por ganar una posición como si les fuera la vida en ello. Tengo miedo a ese momento previo a saltar al agua, con unas ganas de echar a correr en dirección contraria -buscando un wàter, para qué engañarnos- y tengo miedo a los morlacos federados que saldrán justo después.

No quiero que Patxi me alcance, aunque será imposible. Tampoco quiero ver ni en pintura a Borso, Samu y Javi. De hecho, el objetivo es ganarles tiempo, y no al revés. Pero habrá que administrar.


El tema es que sé que cuando tenga ese momento de crisis dentro del agua a mitad de carrera, en el que veo que estoy muerto y no tengo fuerzas para seguir, mi cabeza segregará la información necesaria, que en ese caso es dejarme claro que solo hay que sufrir un poco más, diez o quince minutos más, y entonces vendrá la bici. Y aquí habrá que disfrutar.

El problema es que la querré hacer a tope, y dudo mucho que tenga capacidad para ello. Hace tiempo que no me pongo a fondo con ella, la tengo un poco olvidada y los dos puentes que habrá que superar se me van a hacer eternos. Será duro, porque tendré que luchar contra garrapatas y remolones, y además porque no haré ni caso a aquellos que me dicen "no gastes, que luego viene la carrera a pie".


La carrera a pie, cuando venga, será como siempre, es decir un sálvese quien pueda. Ni ritmos ni historias, sino pensar en sumar y sumar lo que den las piernas -será poco- para llegar a la meta.

Es una pena, por otra parte, que por el hecho de no estar federado no podré competir mano a mano con Patxi, Borso, Samu y Javi, sino que tendré que plantearme la carrera como una contrarreloj de principio a fin, ya que ellos salen cinco minutos después. En cuanto uno me alcance, quedará claro que recuperar el tiempo perdido con él será imposible.

En realidad, solo con poder tener la media hora posterior para que cada uno cuente su batalla personal, habrá valido la pena ir, sufrir y competir.