29 octubre 2011

Tres en uno en mi cerebro

De la creciente necesidad mental que tengo por salir de la vida real, he acabado en una vorágine extraña envuelto en tres mundos diferentes que en ocasiones se entremezclan. Ando metido en tres libros a la vez, sin ninguna pretensión, y con la simpleza de que cada uno ocupa un lugar de la casa. "La máquina del tiempo", de H. G. Wells, está en el wáter; "Vida y destino", de Vasili Grossman, descansa en la mesita de noche; y "Corsarios de Levante". de El Capitán Alatriste de Arturo Pérez-Reverte, ocupa el estudio. Con este panorama, depende de dónde caiga mi cuerpo, en la taza, en la cama o en la silla, acabo dentro de un mundo u otro.

Pero claro, el tema de los sueños es incontrolable, y entonces algunas mañanas me levanto habiendo viajado cual molécula a punto de descomponerse entre las agujas del reloj, habiéndome sentido solo, controlado por el soviet y muerto de frío en la estepa rusa, o habiendo estado dándole a la daga contra el moro en Tánger a cuarenta grados. Y las sudadas van por doquier.
Así es que, resuelto a zanjar el galimatías, he decidido centrarme en uno solo. Como por número de páginas el libro de Wells es el de más rápida resolución, este será el primero que acabe, aunque tenga que oír más de una vez una dulce voz desde fuera del wáter preguntándome si me he caído por la taza. Cosa que, quién sabe, puede suceder y encontrarme en el fondo del charco un galeote lleno de corsarios que tengan a bien darle al mandoble y a la sangre, mientras los Panzer se adentran en la estepa camino de Stalingrado.

27 octubre 2011

26 octubre 2011

Un ciclista muerto, un compañero muerto

Camino de Náquera, un pueblo valenciano, una carretera habitual de ciclistas se cobró una vida. Era uno de los hermanos de una compañera de la bici, Paloma, todos de una familia de tradición ciclista que vivían en Meliana, en la comarca de l'Horta. 11 hermanos, ahora 10, que amaban el ciclismo como los padres. Aquel hecho ocurrió cuando yo solo tenía 12 años y quería imitar a mis ídolos de la época, un tal Pedro Delgado y un tal Miguel Indurain que ganaban carreras con el permiso de otros grandes como Fignon, LeMond, Rominger, Jaskula, Chiappucci, Ugrumov, Berzin o Bugno. Eran tiempos de gloria para el ciclismo, cuando además la mirada de un niño como yo hacía más grande encara todas aquellas aventuras, todas aquellas maravillas deportivas que cada julio nos daba el Tour de Francia.

Pero de la alegría que nos traía el ciclismo profesional que seguíamos por la prensa y la televisión en directo, pasábamos a la tristeza absoluta, la pena y el llanto, cuando un compañero se marchaba bajo las ruedas de un camión, embestido por un coche, por un mal control de la bici o porque su corazón, viejo y cansado, se paraba a mitad de camino entre su casa y un almuerzo alegre con los amigos, 50 kilómetros más allá. Parecía una cosa normal, casi natural, pero a la cual nunca te podías acostumbrar.

La pasada semana, un compañero de la Agrupación Ciclista Andorrana (ACA) murió casi cinco días después de sufrir un accidente. No conocía a Carles, pero es igual, eso no importa, porque el dolor que se siente cuando eres ciclista y te llega una noticia como esta, ya puede ser conocido, desconocido, o de las antípodas: a mí, me afecta. Carles bajaba el domingo de antes dirección al lugar donde el ACA sale siempre para completar la etapa del día. Por la carretera del Obac, superó la siniestra rotonda del kilómetro cero –esta obra infame y peligrosa, sin visibilidad, sin seguridad… ¿cuántos accidentes ha habido allá desde que se ha construido?– y continuó bajando hasta el siguiente cruce, donde un vehículo que no lo vio venir, pasó y el choque fue inevitable. Carles sufrió un fuerte golpe, y fue evacuado a Barcelona. La tensión se palpaba, pero las informaciones que llegaban desde sus compañeros eran positivas. Está mal, pero se recuperará, decían. Esto parecía cerrar el tema: cuestión de tiempo, otro accidente con final feliz, pese al susto. Días después, Carles murió.

No es el primero ni será el último. Un vasco que vivía en Valencia que salía en bici con mi padre y del cual no recuerdo el nombre murió atropellado por un coche cuando cruzó en un paso donde las cañas de una acequia le tapaban la visibilidad; el hermano de Paloma dejó el mundo cuando un camión quiso adelantarlo rápido para girar a la derecha y salir de aquella carretera, dejándolo bajo las ruedas; un accidente de un conductor borracho que se llevó por delante a un pelotón entero de ciclistas de la Universitat Politècnica de València, de los cuales murieron dos –a raíz de esto se creó la actual Comisión de Seguridad Vial que presidió Pedro Delgado; y si vamos al profesionalismo, podemos recordar a Fabio Casartelli en el Tour del 95 –después de esto se estudió hacer obligatorio el uso del casco para los profesionales–, Manolo Sanroma en la Vuelta a Cataluña del 99 o Antonio Martín, una promesa española que se quedó en eso cuando un camión lo adelantó tan cerca que su espejo retrovisor impactó en el pescuezo del ciclista y allá lo dejó; sin olvidar a la última víctima, el belga Wouter Weylandt en el pasado Giro de Italia.

Sea por imprudencia propia, de los otros, porque es competición y se va al límite o porque a veces simplemente los accidentes ocurren –que le pregunten al Síndic General de Andorra, Vicenç Mateu, que topó contra un autobús aparcado–, lo cierto es que el ciclista se juega la vida cada vez que decide salir a la carretera. Somos, evidentemente, personas que nos equivocamos, y sí, a veces cometemos actos de imprudencia que en la mayoría de los casos acaban bien, pero que podría no ser así y sumarnos, cada cual de nosotros, a la tétrica lista de muertos. Pero una muerte de un ciclista es una muerte dura de asimilar. Porque puedes haber compartido con él kilómetros de sufrimiento, porque sabes lo que se sufre cuando los coches pasan a medio palmo de tu cuerpo, porque ha sido una persona cercana a ti, o simplemente, y no hace falta mucho más, porque eres ciclista y sabes que un día te puede pasar a ti. Que tienes familia, que tienes un mundo formado alrededor, que tienes un alma que no te deja, pese a todo, abandonar el deporte que más te gusta. Carles, estés donde estés, un abrazo muy fuerte. Compañero.

Rafa Mora
Periodista y ciclista

Texto publicado en El Periòdic d'Andorra, el 26 de octubre de 2011
http://www.elperiodicdandorra.ad/opinio/torn-de-paraula/14463-un-ciclista-mort-un-company-mort.html

21 octubre 2011

El experimento del Medio Maratón


El recorrido de los 21.097,5 kilómetros.

El domingo puede hacer sol, puede no hacerlo, puede llover, puede estar nublado, puede ventear, pero allí estaremos Patxi, Samu, Javi, Escri, Borja, Borso y otras 8.000 personas para hacer el Medio Maratón de Valencia. Para la mayoría será una nueva oportunidad, para mí el debut, el estreno, y como tal, hay que aprender de todo, de si salgo demasiado rápido o demasiado lento, de si administro fuerzas bien o mal, de si mido el ritmo bueno o me paso. De todo, tomaré nota. Pero lo importante será, en sí, el debut, acabarla, disfrutarla, aunque tenga la meta de la hora y 35 minutos, aunque se supere y aunque no. Llegar a la meta con el permiso de la rodilla, después de semanas de intensa preparación, concienzuda y exigente, a veces estresante, pero siempre, en el fondo, placentera por cuanto es deporte, aire libre, esfuerzo y sacrificio. El eterno ciclista que soy, que prueba con el fondo atlético. Veremos cómo sale el experimento.

19 octubre 2011

Ruta del Penyagolosa: Día 2

Este relato es continuación del "Ruta del Penyagolosa: Día 1", que se puede visitar a través de este enlace:
http://rafabatallitas.blogspot.com/2011/08/ruta-del-penyagolosa-dia-1.html
Es el segundo de los Tres Días del Penyagolosa que cumplimos los pasados 12, 13 y 14 de julio de 2011.


Tenía la sensación de que me desmayaba. A cinco por hora, tal vez menos, cada pedalada era como intentar romper con un martillo una viga de hierro. Se avanzaba, pero tan lentamente que la desesperación parecía la única salida. Los golpes de los pedales se trasladaban al crujir de las piedras bajo las ruedas, al esfuerzo muscular intenso, al respirar profundo, y al sudor que delataba el estado de tensión. Aquellas rampas infernales parecían acabar conmigo. Alberto, un poco más allá, debía de estar disfrutando de mi sufrimiento. Estaba contra las cuerdas.

Pau, subiendo desde la Estrella.

Atrás habíamos dejado la aldea de la Estrella, pero aquella sucesión de casas abandonadas no debía de estar muy lejos a nuestras espaldas porque el ritmo, lento, imposible aumentarlo, no lo permitía. En aquella plaza donde en 1930 se plantó una morera hoy inmensa, donde a pocos metros discurre el río Monleón que un 9 de octubre de 1883 embraveció y destruyó 17 casas y se llevó 26 vidas, allí, hacía unos minutos contemplábamos Alberto, Pau y yo aquel paso del tiempo. Almorzamos en el lavadero renovado, cargamos agua y le dimos a la conversación, ajenos en parte a lo que ahora sufríamos de verdad.

Alberto y Rafa, en el lavadero de la Estrella, almorzando, bebiendo y charlando.

Por la mañana habíamos salido de Vistabella del Maestrat con algo de fresco y mucho viento, descendimos frenéticos al Pont de les Meravelles (romano en el fondo, medieval en la actualidad) y contemplamos su paz, su papel en la historia para unir tierras y pueblos. El camino hacía la Estrella siguió en descenso cómodo. Y ya se sabe que todo lo que se baja, se sube.

Rafa y Pau, a primera hora antes del infierno de la Estrella, al salir de Vistabella del Maestrat.

Pau y Alberto, empequeñecidos en el Pont de les Meravelles.

Ya camino de Mosqueruela, con la Estrella olvidada, pasados sus pórticos de madera, sus calles alta y baja, sus techos desfondados, sus rincones abandonados, su reloj de sol de 1812, seguíamos sufriendo. Alberto nos hablaba de la pareja de ancianos que aún habita en aquel lugar cuando un Land Rover de los viejos muy viejos se cruzó con nosotros, él hacia abajo, nosotros siempre hacia arriba. Aquel conductor mayor nos saludó con entusiasmo, como si ver una persona fuera un momento de socialización alto. Aquel momento dio paso a las rampas duras, a las piedras sueltas, al doloroso crepitar del suelo, a los cabezazos y las gotas de sudor, a la espalda dolorida por la mochila cuyo peso se duplicaba a cada metro salvado, se triplicaba, cuadruplicaba... era una lucha a muerte contra la gravedad.
Bien se ve el desnivel superado desde el fondo de la Estrella, hasta arriba muy arriba.

Aquel camino sin fin, subida demencial con todo metido en los piñones, sin planes be ni ce sino sobrevivir, fue uno de los momentos más largos de mi vida. No tenía final aquella pista ancha, no eran un alivio ni las vistas del precipicio, ni el tupido bosque que quedaba a nuestros pies, a lo lejos, en el más allá, siempre acompañándonos, ni el sol radiante ni el día fantástico. Del bosque lejano pasamos al bosque cerrado, y del cerrado al desierto de pasto de vacas cuyo tintineo se percibía a lo lejos. Cerca pasamos de dos o tres reses que ni nos miraron, a lo suyo, pero tampoco nosotros les hicimos mucho caso tal era nuestro esfuerzo. Al final, porque es ley que siempre hay premio, apareció a lo lejos, abajo en un ancho y anaranjado valle, Mosqueruela. Comida, agua y descanso tenía en su nombre. Mosqueruela: nunca un pueblo tuvo tantos significados.

Alberto, sonriente y saciado; y Mosqueruela al fondo.

De aquella comida, aliviado nuestro alma y nuestras fibras recuperadas, la cabeza desentumecida y el riego sanguíneo en su lugar, partimos por carretera hacia Puertomingalvo. Aquello fue un camino de rosas solo alterado por el auxilio que quisimos dar a un ciclista de carretera novato que, pinchado, no sabía cómo proceder. Nuestra intención, buena, se torno en desastre y aquello acabó con un "¿tienes a alguien que pueda venir a por ti?". Nos despedimos disimulando una media sonrisa, Alberto cabeza gacha delatando aquella cámara de recambio pellizcada, y si te he visto no me acuerdo.

El maño que pinchó y recibió a los samaritanos acabó llamando a alguien que lo recogiera.

Ya en Puertomingalvo volvió a quedar demostrado que saber dónde están los buenos hornos es fuente de vida, y en eso Alberto tiene una tesis doctoral. Bajamos la escalera de aquella panadería-paraíso y compramos varios pasteles de toneladas de placer que degustamos paseando por el pueblo, justo antes de iniciar el descenso final a Villahermosa del Río, donde una cerveza, unas buenas vistas, una ducha, una cena y una cama nos dejarían listos para el día siguiente. Con la Estrella y aquellas rampas clavadas aún a fuego en las piernas. Aquel desnivel continuado, sin tregua ninguna, que te lleva a la locura. Hoy algunos escuchamos La Estrella y seguimos notando un cosquilleo en el estómago, nuestras articulaciones ceden, y un sudor frío nos invade pensando en aquella ascensión que, sin embargo, como siempre, repetiríamos.

Los tres y Puertomingalvo.
En Villahermosa del Río, cerveza, plátanos, Aquarius, vistas, estiramientos y descanso.

17 octubre 2011

La bragamopa

Nunca pensé que en unas bragas pudiera acumularse tanto polvo. Esta tarde me he dispuesto a pasar la mopa cuando me he encontrado en ella dos bragas viejas entrelazadas. Este es el sistema. Sencillo y efectivo. Reciclaje.

Allí estaban esas dos prendas que antaño envolvían la vanguardia y la retaguardia femenina, dándolo todo contra el parqué. Dale que te pego han succionado todo el polvo del mundo, tamos enteros, no había pelo que se les resistiera. Tienen una capacidad de almacenamiento y respuesta ante la mugre que es un escándalo. Hasta moscas muertas cazaban. Que bárbaro, oye. Olvídate tú de los productos de última generación que te venden en el teletienda, que si tecnología punta, que si atracciones por energía estática y mandangas de ese estilo. Nada.

Coge unas bragas, buenas o malas, estíralas de parte a parte del armatoste mopil y conviértelas en máquinas de matar pelusa. Se lo comen todo, llegan debajo de las camas, del sillón, a cualquier escondrijo allí va la braga para darse el festín. Cómo son. Insaciables, enigmáticas, trabajadoras. Qué bragas, por favor.

Ya os lo digo yo: de aquí a nada monto una 'paraeta' en el mercado y me las quitan de las manos. Oiga. A dos euros. Chacho. Qué nivel, qué calidad, qué pulcritud. La bragamopa, guapa. Made in Benigànim. Del terreno.

16 octubre 2011

El hombre y su pilila no son nadie

El hombre, y cuando digo el hombre digo el macho, el de la pilila, el que se las da de llevar los pantalones, por naturaleza es bobo de narices. Pruebas hay a patadas. Si tú y tu pilila de hombretón vais en un ascensor y de repente se abre la puerta y aparecen tres mujeres más o menos de tu edad, automáticamente tu acto reflejo es balbucear un hola, agachar la cabeza y controlar el sudor de las manos. Ellas dominan la situación, y si estás al fondo de la caja y bajas antes que ellas, hasta se puede dar el caso que por tu santa vergüenza prefieras disimular que ha parado en ese piso por casualidad, a abrirte paso entre ellas.

Nunca me las he dado de machito. Es más, la Pepa siempre dice que si hubiera una pelea y ella estuviera implicada, yo me hiría por patas dejándola a su suerte. En realidad, algo de razón tiene, porque soy una especie de cagamandurrio que siempre he huido de todo tipo de refriegas. Cuenta la Pepa, para mi vergüenza pública, que un día paseando de noche por Valencia, cruzando un puente desierto, venía de cara un tipo y yo me puse en alerta, dadas las horas, dada la poca concurrencia, dado mi miedo eterno. Yo apretaba las llaves dentro de los bolsillos del pantalón, y cuando nos cruzamos con el menda y aquel siguió su camino, le comenté la jugada de mis nervios a ella, para que me contestara desmontándome la película: "Pues yo pensaba, pobre, este viene de trabajar a estas horas". Ella tan tranquila, yo tan nervioso. Eso es un macho.

El caso es que veo este anuncio y me parto con la panda de hombretones que entra al cine al brazo de la novia. Cagaítos están, claro; pero ojito, que todos haríamos exactamente lo mismo.

15 octubre 2011

He aquí un cagarra

Si soy un cagarra de mucho cuidado, no entiendo cómo a veces me encuentro de cara a una película de miedo. En casa es una cosa, porque te levantas, enciendes todas las luces, te metes en la cama con un libro que te despeje y te olvidas. Pero en el cine es diferente, porque entre la gente se nota la tensión, está oscuro de la leche y encima la pantalla es enorme. Y de allí no te puedes mover. Además, en casa estaría abrazado a una almohada sin complejos, hundido en el sofá si no detrás de él, y sin embargo en el cine hago el ridículo tirándome la chaqueta por encima o tapándome con la mano la vista si no es que me abrazo a la Pepa gimoteando.

"Intruders" es una película de poca monta, con un formato que hemos visto miles de veces. Pero tiene todos esos ingredientes odiosos en una cinta de miedo: niños, sueños, apariciones, cuartos oscuros, madres que esconden secretos, gatos, persecuciones en penumbra, curas, planos cortos con fondos inquietantes, miradas perdidas, gotitas que caen del techo en la cara de quienes duermen, suelos llenos de sangre, barro o lo que fuere, sombras, calles oscuras, disfraces que uno no sabe por dónde van a salir, golpes de música, cámaras subjetivas y, sobre todo, oscuridad, mucha oscuridad. Será posible...

Con esos ingredientes, evidentemente he tenido pesadillas esta noche. He dormido bien, esa es la verdad, y nueve horas del tirón, pero en el sueño o sueños entrelazados e inconexos, han aparecido escenas extrañas como una excompañera de trabajo, hoy embarazada, atormentada por su hijo de la edad del de la película, poseído y con unas gafas de sol en el que se veía el granulado de una tele sin conexión, una serpiente de peluche que en realidad era la causante de todos los virus del mundo mundial y que perseguía a una familia en la que se encontraban mis tíos de Ontinyent, donde mi tío Pepe tenía aparcada en el bancal de abajo una furgoneta Volkswagen Multivan gris, y en el rellano de entrada de la casa se encontraba el Seat 850 granate de mi tía Chelo de aquellos finales de los 80 lleno hasta los topes de juguetes y trastos viejos de entre los que sobresalía la serpiente de trapo con la boca dentada abierta. En el camino hacia la salida de la casa, arriba muy arriba se veía la ermita de Santa Ana, pero esta en vez de ser la pequeñez que es en la realidad, era una especie de magnífica catedral en la cima de una montaña verticalísima, iluminada además por un juego de focos de colores anaranjados, rojos y azulones, con una especie de niebla en la penumbra que la envolvía. En la casa, sin embargo, una niña gordita y con el pelo rizado estaba sentada a la mesa ida completamente, con la cara llena de espuma de jabón de la cual era ajena y que se iba repartiendo por todo el rostro y el pelo, y cuando alguien le dijo que si sabía lo que estaba haciendo, entró en una espiral de furia incontenida que acabó con sus ojos desorbitados, su pelo en llamas y hacía arriba y un peligroso cuchillo en las manos que recordaba, más bien, a la madre de Carrie segundos antes de morir.

Con este panorama me he despertado. Sólo después de desayunar he empezado a pensar que estaba en la vida real. Y para colmo, la Pepa quiere que vayamos a ver "Mientras duermes". Esto es demasiado, porque además es Luis Tosar el malo, y a otro actor no me lo creo, pero este es tan bueno el condenado, que me lo va a hacer pasar mal de verdad. No me quiero imaginar una pesadilla con él haciendo de Matamala, de maltratador de mujeres y encima de portero con mala sangre. Joder, Luisito, qué mal rollo me das.

13 octubre 2011

La emoción de sentir a Jesse Owens



Nos situamos en el Estadio Olímpico de Berlín, escenario de los Juegos de 1936 organizados por una (consentida) Alemania nazi que pretendía dar a conocer al mundo entero el poder de la raza aria. Sin embargo, a Hitler se le subió un negro al pseudobigote. El norteamericano Jesse Owens, nieto de esclavos, ganó cuatro medallas de oro: 100m, 200m, salto de longitud y el relevo del 4x100, donde él y otro compañero negro entraron en el equipo para sustituir a dos yankis judíos, con la intención diplomática de EEUU de no ofender al Führer.

Por allá voló, dándolo todo, aquel veloz hombre que puso los 10,3s en los 100 en el marcador del Olimpiastadium berlinés. Hasta 1984, en los Juegos de Los Ángeles, cuando apareció aquella bestia llamada Carl Lewis (hagamos una reverencia ante el hijo del viento), nadie consiguió sumar cuatro oros olímpicos en una misma cita. En el mismo estadio de Berlín, en el Mundial de 2009, Usain Bolt pulverizó el récord del mundo de los 100m con un 9,58s que pone los pelos de punta.

Añado a este speech improvisado algunos videos que he encontrado. Sobre todo destacar la carrera de los 100m, y las imágenes de Owens en su retorno al estadio que le dio la fama mundial. También la imagen en la que él y Lutz Long, su rival alemán en el salto de longitud, al que derrotó, están hablando amistosamente: Long no solo felicitó a Owens tras imponerse, sino que además durante la competición aconsejó al americano cómo saltar para poder ganar. Ese hecho no fue bien visto en la Alemania del momento, pese a su absoluta limpieza. Long murió en 1943 en Sicilia, después de caer herido tras la invasión aliada de la isla, en plena guerra.

Hitler, por supuesto, no felicitó al campeón Owens por ninguna de sus cuatro medallas. Como detalle, explicar que Siegfried Eifrig, el último deportista en portar la antorcha al pebetero alemán, y que luego luchó por Alemania en la II Guerra Mundial en el Norte de África (acabó en un campo de prisioneros), dijo: "Los norteamericanos deberían avergonzarse de sí mismos, dejando que los negros ganen sus medallas por ellos". De la expedición deportiva estadounidense en Berlín'36, diez atletas eran negros, los cuales ganaron siete medallas de oro, tres de plata y tres de bronce.

Owens, que murió en 1980 por un cáncer de pulmón (fumaba un paquete diario, el menda), acabó teniendo una calle en Berlín con su nombre (Jesse Owens Strasse). Simplemente, para mí estar donde un hombre desmontó la supuesta grandeza de Hitler, fue un placer. Porque además no necesitó ninguna bala, ningún gas, ningún arma, excepto sus piernas. El deporte, compañeros.


100m - Berlin 1936 - Jesse Owens by aspttbdx



Todos los oros olímpicos del 36, justo a la entrada del estadio.



Long y Owens, juntos.

El japonés Naoto Tajima (bronce), Owens i Long, brazo en alto.

12 octubre 2011

¿Dónde es esto?





Correcto: Puerta de Brandenburgo, Berlín.

11 octubre 2011

Algunas cosas son más fáciles de lo que parecen

Esto puede que os guste, sobre todo a quien como yo fuera al Instituto Luis Vives de Valencia. Mis hermanas me enviaron hace poco este enlace:

http://www.perezreverte.com/articulo/patentes-corso/612/la-profesora-de-arte/

En él, Arturo Pérez-Reverte habla con admiración de su profesora de Historia del Arte, de nombre Amparo Ibáñez. Vale la pena leerlo. La definición calca a nuestra mítica Amparito Ibáñez del Vives, pero surgen dudas en cuanto a que él estudió en Cartagena, o que a él le dio clases de Historia del Arte y a nosotros de Historia (a secas). El caso es que, con los rasgos que pincela de ella, la clava, así es que mis hermanas y yo estábamos inmersos en el debate si sería o no ella cuando decidí ir en línea recta. Envié un correo a la web de Pérez-Reverte e incluso a su facebook, y he recibido respuesta. Mi correo fue el siguiente:

Hola:
Hace unos días me enviaron el enlace de un texto en el que Arturo Pérez-Reverte hablaba de la profesora de Historia del Arte, Amparo Ibáñez. Lo leí en diagonal por las prisas, pero en las pinceladas que dio de ella y que detecté, me vino a la cabeza la profesora de Historia que yo tuve en mi instituto, el Luis Vives de Valencia. En el texto creo recordar que aludía a Cartagena, pero también que se encontró con ella en Valencia. Simplemente quisiera poder confirmar que fue la misma Amparo Ibáñez, Amparito Ibáñez para los de mi quinta (33 años tengo, tal vez escasos para que sea la misma mujer...), que yo tuve en aquel instituto de buen recuerdo. Era dura, de mirada fría, menuda y delgada, poca cosa pero una auténtica bestia de la disciplina y la exigencia. Una profesora que cuando la tienes en el día a día te hace sufrir, pero que con los años te deja la huella de buena docente.
Mil gracias por la respuesta que me puedan dar.
Rafa Mora Sesma


Y esta ha sido la respuesta de la editorial, o de la asistente, como pone, o de quien sea que sea la tal Ana Lyons que responde:
Estimado Rafa:
Gracias por su mensaje que he transmitido a D. Arturo Pérez-Reverte.
D. Arturo me confirma que hablan de la misma profesora, de Amparo Ibáñez. Impartió clases en Cartagena y luego se fue a Valencia.
Aprovecho la ocasión para enviarle un cordial saludo,
Ana Lyons
Asistente

10 octubre 2011

Bajar la tapa del váter

En el trabajo hay una compañera que sabemos cuándo está en el váter porque cuando acaba, suelta la tapa y esta cae a lo bestia sobre la taza. ¡Clonc! El caso es que un día le pregunté porque lo hacía, y entonces me dijo que era sin querer, que en su casa tenía una taza que al dejar caer la tapadera, esta se frenaba solita y caía con suavidad, mientras ella se olvidaba del tema. Cosa de costumbre.

El caso es que el otro día, en casa de unos amigos, me levanté de la taza después de soltar lastre, y cuando fui a bajar la tapa, después de subirme los pantalones, abandonar aquella posición indigna y todo el percal, vi que aquella tapa se me resistía, que quería bajar sola, sin mi ayuda. Entonces me quedé mirándola, entre confuso y gruñón, y decidí que entonces tenía que acoplarme yo a su sistema, y no ella al mío.

Así pues, volví a levantarla, y desde arriba jugué a dejarla caer, sin miedo a que diera un golpetazo. Fue difícil. Tenía que confiar en ella, pensar que, con su sistema, no daría un golpe bestial sobre la taza con riesgo de pelar la pintura. Era como cuando en clase de gimnasia en el instituto, o con los amigos, debías cerrar los ojos y dejarte caer hacia atrás confiando en que los brazos de un compañero te iban a sujetar sin que te dejaras la columna vertebral en el suelo. Que nadie se engañe: todos abríamos los ojos y estábamos en tensión. Fíate tú.

El caso es que esta tapadera, cabronceta, es de confianza. Era como si te dicen, oye majo, salta desde el avión, olvídate del paracaídas, que él se abre por sí solo porque detecta automáticamente la distancia que le queda hasta el suelo. Complicado, ¿verdad? Pues, tranquilos, que ella es de fiar.

Así es que allí estuve un rato: cogiendo confianza con aquella tapa de buen ver, moderna, elegante, inteligente. La dejaba caer con diferentes fuerzas, y ella trabajaba eficiente con idéntica respuesta. Maravilloso invento. El problema es que ahora nunca sabemos si nuestra compañera es quien ocupa el baño del trabajo, porque ya actúa silenciosa, a la vieja usanza, claro, bajando con la mano lo que un día un ingeniero pensó que era demasiado incómodo para el usuario.